Luis de la Barreda Solórzano
¿Servidumbre sexual legalizada? /I

Libertad de amar

Entendiendo el altísimo valor que la dignidad y la libertad tienen para el ser humano, es fácil comprender la gravedad mayúscula del delito de violación. Si todas las libertades son importantes y su respeto constituye una de las más sólidas bases de la moderna convivencia civilizada, entre las más preciadas --pues atañe a la esfera más íntima de nuestro ser-- está la libertad de amar.

El erotismo otorga a nuestra sexualidad su calidad propiamente humana. No se trata tan sólo de dejarnos llevar por el instinto o la pulsión, sino de vivir plenamente la experiencia del amor reconociendo al otro (a la otra) en toda su dignidad humana. Si a todos nuestros amigos debemos un trato con los miramientos que se derivan de la amistad y el respeto (este último, debido a todos los seres humanos), nuestra deuda con quien nos prodiga el milagro del amor es infinitamente más grande.

No basta con abstenernos de zaherir a nuestra pareja. El mayor placer que nos brinda el erotismo es el de percatarnos que estamos provocando los mayores goces. Si la sexualidad es un atributo animal, el erotismo la dignifica y la enaltece: la humaniza.

Si lo anterior es cierto, el violador es un ser deshumanizado al menos en su esfera sexual. En la raíz del delito de violación se encuentra el más absoluto desprecio por las preferencias, los sentimientos y los sueños de la víctima. El violador es un individuo ajeno al supremo placer a que se aludía en el párrafo anterior. Es, por tanto, en el más estricto sentido del término, un miserable. Su miseria humana --cuyas complejas motivaciones son materia de la psicología, la antropología, la sociología y la intuición-- lo lleva a tratar a su víctima peor que a una cosa. ¿Qué pasa por su mente al tomar la decisión de violar? ¿Se trata de un hombre absolutamente incapaz de seducir? Si la finalidad fuera tan sólo el desahogo de una sexualidad insatisfecha, ¿por qué no recurre a la masturbación o a las prostitutas?

Afán de humillar

De todas esas inquietantes preguntas, la última puede ser la clave de uno de los propósitos centrales de tal delincuente. Tal vez su conducta tenga que ver, más que con la sexualidad --que por supuesto está presente, pues de otro modo no habría erección--, con un afán de humillar. La víctima es, entonces, tratada peor que una cosa. Cuando abrimos una lata de atún lesionando su integridad, nuestro único objetivo es tener acceso al alimento, no el de lastimar a la lata, que es simplemente una cosa que nos resulta útil para conservar en buen estado nuestro platillo. No procede así el violador: su intención es la de ofender gravemente a la víctima, imponiéndole un poder derivado de la fuerza física o de ciertas circunstancias.

Muy probablemente en esa conducta tenga un influjo decisivo una educación que no fomenta el respeto al sexo femenino (no obstante los vertiginosos cambios que la situación de las mujeres ha experimentado en este siglo), elude los temas del erotismo y desdeña la ética.

Una inmensa mayoría por la violencia

Solamente después de una reflexión sobre los planteamientos anteriores podemos abordar adecuadamente el asunto de la violación entre cónyuges.

Históricamente, la opinión dominante ha sostenido que, aunque la esposa se oponga y aún empleando violencia física o moral, el marido tiene derecho a copular con ella y al hacerlo no comete delito de violación, pues no delinque quien ejerce un derecho. Autores de primera línea han sostenido este criterio: Carrara, Groizard, Chauveaut et Hélie, Manzini, Manfredini, Maggiore, Pannain, Cuello Calón, Soler, Ure, Vouin, Gusmao, Fontan Balestrá, Núñez, González Blanco, Carrancá y Trujillo, Porte Petit. Es verdad que la gran mayoría de ellos matiza su punto de vista apuntando que hay delito si el varón obliga a su mujer a realizar actos contra natura o si lo hace encontrándose en estado de ebriedad o aquejado de un mal venéreo. Menos mal.

Las voces discordantes de esa abrumadora mayoría han sido pocas y más bien tenues y tímidas. Por ejemplo, Antolisei anota que la conclusión merece un reexamen en vista del modo diverso en que las relaciones entre cónyuges se configuran en la época moderna. Langle Rubio aduce que no debe hacerse tabla rasa de la libertad femenina, y que no es tolerable convertir la entrega de la esposa amorosa en una esclavitud impuesta brutalmente por la lujuria del amo y señor, pues de ese modo la mujer casada quedaría en peor condición que la prostituta. González de la Vega, entre nosotros, estima que la exigencia del fornicio matrimonial por medios violentos no queda amparada como ejercicio de un derecho, pues el artículo 17 constitucional prohíbe hacerse justicia por sí mismo.