Es notable el número de estadunidenses que no es atraído por la monótona y larga disputa entre los candidatos republicanos y los demócratas y que prefieren, en cambio, apasionarse por la crónica policiaca o deportiva.
Sin embargo, en el momento de votar esa amplia mayoría de desinteresados se divide y una parte sufraga sin convicción para cerrarle el camino al candidato que le parece peor, mientras la parte consistente se refugia en la abstención, sumándose así a quienes ni siquiera se tomaron el trabajo de conseguir su credencial de elector.
A la falta de información de un cuerpo ciudadano crónicamente alejado de la política y de la circulación de las ideas se une el efecto devastador del bajísimo nivel político de las campañas de todos los candidatos y de la similitud entre las posiciones de los dos grandes partidos, que representan dos alas muy cercanas del mismo establishment.
El resultado de este proceso viciado condiciona fuertemente la representatividad del candidato electo, pues solamente obtiene la mayoría relativa de los que votan (más o menos la mitad del cuerpo electoral), o sea, el apoyo tibio y con reservas de una minoría real de los que deberían ser ciudadanos pero no pueden o no quieren serlo.
Como, pese a esto, el presidente puede fingir que habla en nombre de toda la nación y toma medidas (como Reagan o Bush) que la transforman profundamente y afectan a todo el mundo, es evidente que este dominio oligárquico resulta cada vez menos soportable, sobre todo en épocas de crisis y de restructuración mundial como la actual.
No es de extrañar, por lo tanto, que resurja la idea del tercer partido, por lo general con contenido social, más a la izquierda del Demócrata, partido que está presente en la historia política estadunidense (el Socialista después de la Primera Guerra Mundial, y el Populista, coincidentemente con el New Deal), aunque la ley electoral fomente el bipartidismo y la falta de representación proporcional desaliente a los partidos pequeños.
Inclusive, como poco antes de la Segunda Guerra, reaparece en Estados Unidos un movimiento sindical que busca politizarse y diferenciarse de los demócratas. Por debilitados que estén los sindicatos, que están muy lejos de representar siquiera una quinta parte de lo que eran en los años treinta, tiene importancia sintomática el hecho de que varios importantes sindicatos nacionales con tradiciones radicales y de lucha dura, como los mineros o los electricistas, hayan decidido apoyar el nacimiento de un Partido Laborista, siguiendo el ejemplo histórico inglés, donde las trade unions dieron origen a un partido socialista moderado.
La construcción de una alternativa política en Estados Unidos, en efecto, sólo se puede dar a partir de lo social y del fracaso de los intentos de los trabajadores y de las minorías de influir en el Partido Demócrata.
Es evidente que este proceso, que está en sus comienzos y parte de una base muy débil, tiene gran interés para el pueblo mexicano, que necesita aliados sociales en el Tratado de Libre Comercio.
En la sociedad estadunidense hay también profundas raíces democráticas que no pueden ser ni olvidadas ni erradicadas.