El 8 de abril de 1994, Roger McKena, electricista enviado por The Electric Insurance Company, llegó a corregir un desperfecto en una casa del Washington Boulevard, en Seattle. El problema quedó resueltó rápidamente. Un fugaz análisis en la instalación del tejado bastó para que Roger descubriera un cable roto. Aplicó el remedio de unas vueltas de cinta aislante sin quitarse los audífonos que traía puestos desde muy temprano. No había nadie en la casa. Guardó sus herramientas y bajó por la escalera de servicio. El gato que observaba la maniobra desapareció de un brinco en busca de un tejado sin tanto movimiento. Al pasar junto a la ventana, Roger observó que la luz de la habitación estaba encendida, a pesar de que el sol de las ocho y media de la mañana entraba casi hasta la mitad y se detenía justamente en un montón de tierra. ¿un montón de tierra sobre la alfombra? Esto, hay que aceptarlo, era un poco extraño, así que Roger intensificó su observación encima de la tierra y descubrió que había una nota con tinta roja y que más allá, parcialmente oculto por la cama, estaba un maniquí tirado en el suelo.
Un segundo análisis, tan fugaz y efectivo como el que le había dispensado a la instalación del techo, le desamarró una punzada en el estómago que, al estilo de los cortocircuitos, fue a parar a su mano izquierda y ésta fue a caer sobre el walkman para detener la música. En completo silencio, Roger vio que el maniquí tenía sangre debajo de la cabeza y concluyó que un maniquí es maniquí hasta que sangra, y a partir de entonces asciende al nivel de hombre muerto.
Otro análisis, el tercero, desbordó el cortocircuito de Roger hasta el extremo de arrancarse los audífonos que ya no tenían música; como si esos artefactos, pegados a las orejas, le restaran precisión al resto de los sentidos. El cuerpo que yacía junto a la cama no tenía cara, o para decirlo de un modo más claro, tenía la cabeza despedazada, y la siguiente conclusión no fue tan difícil porque junto al cuerpo que yacía junto a la cama, yacía también una escopeta Remington. Roger voló, atrapado por un cortocircuito general que lo hacía brincar como el gato del tejado, a la cabina de su camioneta. Habló por radio con su jefe y su jefe, compartiendo sólo a medias el cortocircuito, le avisó a la policía. Roger McKena encendió el motor, el walkman y un cigarro; o quizá fue en otro orden, no importa; el electricista iba, para utilizar ese término que tan bien retrata a los que andan gravemente distraídos, ``fuera de sí''. El gato, situado en un techo más conveniente, lo vio ``salirse de sí'', antes de verlo salir del garage en su camioneta. En los audífonos sonaba la música de Nirvana a un volumen que alcanzaba a percibir el gato. ¿Qué otra banda podía oír un joven electricista como Roger en Seattle?
Unos kilómetros más adelante, en el cruce de Washington Boulevard y Hampton Street, la camioneta fue embestida por un tráiler de cerveza Red Neck que no pudo frenar a tiempo. Roger murió al instante. Nunca supó que la policía de Seattle llegaría a las 9:30 horas a la casa del desperfecto eléctrico, ni que después de manipular ese maniquí que era cadáver, los peritos llegarían a la conclusión de que había que ocultar su identidad hasta confirmar algunos detalles. Tampoco supo que las primeras muestras de tejido revelarían que el cuerpo llevaba más de 48 horas sin vida ni que la nota escrita con tinta roja que descansaba en la cima del montón de tierra sería confiscada por el detective Steve Hide para evitar especulaciones que pudieran complicar la investigación. Tampoco se enteró, el pobre de Roger, que la policía empezaría a rastrear con urgencia a la esposa del muerto ni que la encontrarían pagando una fianza en Los Angeles con la intención de librarse del cargo de posesión de heroína.
No supo, tampoco, que ese hombre muerto que al principio confundió con un maniquí, había llegado a su casa dos días antes con la decisión inaplazable de quitarse la vida, porque llevaba meses sin disfrutar ese oficio que todos festejaban, menos él que ya no sentía absolutamente nada. Tampoco supo ¿cómo saberlo si ya estaba más oficialmente muerto que el mismo muerto? que en el cuerpo de ese hombre sin facciones que yacía junto a la cama, los especialistas descubrirían 1.52 miligramos de heroína (más de tres veces la dosis que mataría a un organismo estándar) mezclada con varias pastillas de Valium; ni tampoco que después de consumir esa mixtura para campeones había redactado la nota con tinta roja ni que luego se había colocado, en la bóveda del paladar, el cañón de una escopeta Remington de 300 dólares ni que había oprimido el gatillo con el dedo pulgar para ponerle punto final a esa historia sin sentido. Roger tampoco supo ¿cómo demonios iba a saberlo? que la policía tardaría diez horas en identificar positivamente a ese cadáver sin rasgos ni que el gato sobre el otro tejado permanecería impasible, observando las maniobras hasta bien entrada la noche. Tampoco supo, desde luego, que el detective Hide liberaría la nota escrita con tinta roja ni que esa nota terminaba con una línea que le daría la vuelta al mundo: ``Es mejor incendiarse que desvanecerse. Paz, amor, empatía: Kurt Cobain''.