Con más pena que gloria, concluye la contienda electoral en Estados Unidos. Al decir de muchos, pre-senciamos las elecciones más aburridas en la historia de esa nación. Pero no es cualquier país sino una potencia que insiste en ostentarse como el modelo de democracia para, enseguida, imponerlo al resto del mundo.
Por lo mismo, es preciso aprovechar esas elecciones, al menos para extraer enseñanzas útiles. En primer lugar para México, porque ``nuestra democracia (...) está cediendo ante la concepción de una democracia chata, de corte estadu-nidense''. Y eso lo dice ni más ni menos que el ex presidente José López Portillo (Proceso, 13/10/96).
Son variadas las enseñanzas de esta contienda electoral en Estados Unidos. Pero, a final de cuentas, todas apuntan hacia una misma conclusión : la demo-cracia a la estadunidense ha entrado en crisis, y ésta tiende a profundizarse. Si antes fue una democracia ejemplar en varios renglones, hoy parece plagada de lunares cancerosos. Aquí sólo hay espacio para enfocar los más visibles.
Sabido es que, en los hechos, sólo dos partidos políticos --el Demócrata y el Republicano-- pueden llegar a la presidencia de Estados Unidos. Así lo garantiza, desde hace más de un siglo, el famoso sistema bipartidista, aunque proliferen otros partidos que casi nadie ni sus nombres conoce. Por si sólo, el bipartidismo constituye una gran afrenta a la demo-cracia, cuyo primer ingrediente es la li-bertad para participar y elegir. Esta es amplia y ejerce sólo en la medida en que existan opciones (el esclavo es tal, precisamente, porque no le queda otra opción).
¿Cuánto puede hablarse de libertad y de democracia allí donde las opciones del electorado se reducen a dos? Y peor aún, ¿allí dónde las dos opciones tienden a fusionarse en una sola? Ya al calor de las elecciones de 1992, Jesse Jackson --él mismo un destacado dirigente del Par-tido Demócrata-- alertaba contra el unipartidismo: ``En muchos sentidos, ambos partidos (el suyo y el Republicano) se han convertido en un solo partido, con dos nombres, porque tienen las mismas concepciones'' (Entrevista en Mother Jones, enero-febrero de 1992).
He ahí uno de los saldos más negativos de la actual elección. Mientras que los candidatos presidenciales Bill Clinton y Bob Dole se volcaron a ganar votos aun al precio de renunciar a sus ideales partidistas, de por sí ya muy parecidos, mientras que el primero se esmeró en republicanizarse y el segundo en demo-cratizarse, situándose ambos en una ``derecha moderada'', el unipartidismo avanzó como nunca. Ahora las opciones del electorado se reducen prácticamente a las de beber Coca o Pepsi Cola. Al mis-mo tiempo, la democracia made in USA sufre otro severo achicamiento.
Si eso ocurre en el capítulo de la sustancia (los programas de gobierno), con mayor razón ocurre en el de la forma (las campañas). Aquí es la mercantilización de la política, la tendencia que más avanza. Y dentro de ésta, hay un dato que lo resume todo: la transformación del debate de ideas y programas en un concurso de imágenes y simpatías. Mis Universo trasladado al escenario político. Tal vez sólo otro dato compita en contundencia: los crecientes escándalos en torno a los consorcios empresa-riales, ahora también del extranjero (desde Indonesia hasta Kuwait), que tienen a bien financiar (y luego facturar) las campañas electorales. Lo que de paso acentúa esa otra grave tendencia que es la elitización de la democracia: entre más adinerado, más influyente.
Con más tiempo valdría la pena extraer otras enseñanzas de las elecciones estadunidenses. Lo cierto es que, para conservarse como una gran nación, Estados Unidos tendrá que renovar antes que nada su régimen democrático. Mientras tanto, el mundo deberá cui-darse de coletazos antidemocráticos, incluida la pretensión de mundializar la democracia USA.
No obstante su debilitamiento, la democracia en Estados Unidos camina. Y, sin duda, camina mejor que en Mé-xico. Más no al punto de presumirla como el modelo universal. En todo caso, Washington tiene el derecho de presumir (que no imponer) y los demás te-nemos el derecho de cuestionar.
Aunque no estuviese en crisis, no habría por qué imitar a la democracia estadunidense. Cada nación debe desa-rrollar conforme a su cultura su propia modalidad de democracia, si bien con apego a principios generales, que los hay. Pero imitarla, en plena bancarrota, francamente suena absurdo.