La violencia en la familia se reproduce todos los días, causa estragos enormes, lastima vidas y relaciones, y sin embargo tiene una legitimidad preocupante y existen grandes y graves dificultades para desterrarla.
La violencia contra los niños aplicada por padres y madres es un hecho social extendido. Tanto que no faltan padres y madres que la llegan a ejercer en público, sin mala conciencia, como si se tratara de un expediente educativo más, aceptado y respetado por la sociedad.
Se trata de una fórmula abusiva que se aplica contra los más indefensos y que además contiene la lastimosa paradoja de que aquella institución que supuestamente debe ofrecer calor, protección, cariño (la familia), se convierte en fuente de maltrato, degradación, opresión.
Los padres golpeadores suelen justificarse con el estribillo de que es por el bien del niño, es decir asumen a la violencia como un método educativo eficiente, coadyuvante en la formación de los infantes. Incluso se pretende que la víctima le agradezca al victimario su conducta, construyendo un cuadro absolutamente invertido de lo que deben ser las relaciones educativas y de afecto entre padres e hijos.
Lo curioso, por no decir lo aterrador, es que miles, millones de personas comparten esa visión. Así, la violencia contra los niños se ejerce de manera reiterada, sistemática, cotidiana, es decir, de manera legítima a los ojos de enormes franjas de la sociedad.
Laura Salinas, encargada de la Coordinación de Asuntos de la Mujer en la CNDH, me comentaba en una ocasión que incluso en varias legislaciones de los estados, la violencia hogareña contra hijos y mujeres solía filtrarse a través de un supuesto ``derecho a la corrección'', considerado como un atenuante del delito de maltrato o lesiones.
Por ello, tenemos que hacernos cargo de ese humor público en la materia, e intentar poner las cosas sobre un nuevo basamento. Los padres pegan por impotencia, desesperación, neurosis o porque no aguantan más. Lo hacen porque en buena medida han sido ``socializados'' en esos ``modos'', porque los sufrieron de niños, saben que la violencia está presente en otros hogares, y miran a su alrededor y encuentran un contexto social permisivo en relación a los castigos corporales. Y luego, claro, encuentran la justificación a su conducta, en el argumento que postula que se trata de un recurso pedagógico.
Por ello hay que insistir, en la escuela y a través de los medios, en que la violencia es inaceptable bajo cualquier coartada y dosis, que se trata de un delito, que los niños y niñas son intocables, y que de ninguna manera tiene virtudes educativas.
Por el contrario, la violencia deja enormes huellas psicológicas, socializa en la idea de que la violencia puede ser legítima, fortalece el círculo de la violencia, y multiplica la tensión que ya de por sí carga cualquier relación familiar.
Es evidente que lo anterior no implica negar que los niños requieran de límites y que los mismos resultan formativos; no obstante, la violencia es un límite abusivo, una agresión, que se despliega además de manera alevosa, ventajosa. No puede educar y lo que tiende es a domesticar, como si los niños fueran animales de circo, y en el mejor de los casos genera círculos de violencia-sublevación, que finalizan en los extremos, en la domesticación o en la fractura de la relación familiar.
También víctimas de violencia en el hogar lo son las mujeres. Y al igual que en el caso de los niños no se trata de un fenómeno excéntrico. Es una pauta social, un uso y costumbre, un abuso y una indignidad, sería mejor decir.
Una maestra salvadoreña preguntó a sus alumnos si sus padres le pegaban a sus madres, y encontró que en el 57 por ciento de los casos el hombre ejercía violencia física contra la mujer. Tengo la impresión, aunque no los datos, de que en nuestro país sucede algo similar.
No obstante, por ser una violencia que se reproduce en el ámbito familiar, en el ámbito privado, se encuentra subvaluada, no tiene la suficiente visibilidad pública, aunque en los últimos años la preocupación de la sociedad y el gobierno por estos fenómenos se viene incrementando, y en buena hora.
Dos datos que proporciona Patricia Duarte en relación a las mujeres maltratadas que han asistido a solicitar los servicios de Covac resultan más que elocuentes. En el 83.06 por ciento de los casos, la violencia contra la mujer se ejercía en presencia de los hijos, y en el 55.99 por ciento delante de otras personas.
Es necesario no transigir con esas prácticas, con esas agresiones. Hay que frenarlas, ofrecerles visibilidad, condenarlas, prestar atención a las víctimas y castigar a los culpables.