Los antiguos egipcios paseaban calaveras durante los banquetes para recordar a los alegres comensales que ellos también habrían de morir. Actualmente, en el banquete de un sistema basado en el despilfarro atroz de los recursos ambientales, en el desperdicio de la energía proveniente de fósiles que se acabarán -como el petróleo- en unos 40 años más o, como el gas natural, en unos 60, y en el más salvaje hedonismo en el que el lujo y los placeres de una ínfima minoría se pagan con la caída de las inmensas mayorías, fuera incluso de las expectativas de acceso a la civilización que se propone como modelo, es muy probable que muchos urbanistas pasen la ``calavera'' del ejemplo del Distrito Federal para simbolizar los peligros que acechan a todas las grandes ciudades.
Los capitalinos -pero no sólo ellos, pues Guadalajara o Monterrey tampoco viven en un lecho de rosas- sufren los efectos cotidianos de una guerra no declarada, con miles de víctimas mortales y decenas de miles de inválidos o enfermos crónicos provocados por la contaminación ambiental a niveles extremos, el transporte, la mala calidad del agua, la carencia de servicios sanitarios. Un sistema aberrante ha concentrado, en efecto, en una inmensa urbe, los resultados de una política basada en la expulsión de sus tierras de los campesinos para favorecer la transformación de la tierra en bien de capital y en sierva de la agroindustria internacional. La miseria ha causado así más miseria y, además, caos y destrucción de la calidad de la vida en una ciudad cada vez más incontrolable desde el punto de vista social y ambiental, y en la cual durante la mayor parte del año el simple hecho de respirar o de circular supone un riesgo de vida. El doble ``hoy no circula'', durante un periodo prolongado, apenas alcanza a mitigar transitoriamente los efectos peores de este problema estructural, y equivale a un calmante cuando el paciente tiene cáncer.
Si los niños y los ancianos no pueden exponerse al aire libre, si los dolores de cabeza, las dificultades respiratorias, los ojos enrojecidos, las gargantas enfermas; si el agua debe ser hervida y comer cualquier cosa equivale a jugar a la ruleta rusa, ¿qué modernización es ésa que condena a todos, sin distinción de sector social, a vivir en refugios o en una emergencia permanente, como durante una guerra, con sus bombardeos?
El Distrito Federal es hoy un modelo mundial, estudiado y analizado en todas partes del mundo para, precisamente, no caer en este infierno cotidiano al que están sometidos sus habitantes. Pero la base del problema reside en que, con la mundialización, ha triunfado el llamado ``modelo occidental'' de consumos y de egoísmos sin límites, que se pretende que todos imiten y al cual no habría que poner trabas, cuando es evidente que si el etíope (para dar sólo un ejemplo), que utiliza anualmente 59 kWh, llegase a consumir los 28 809 KWh que gasta un estadunidense, la contaminación mundial sería mortal y los recursos acabarían en cinco años. Es obvio que el sistema actual se basa en un racismo tácito que impone a la inmensa mayoría de la humanidad quedarse separada por un abismo de los pocos privilegiados pero, al mismo tiempo, exhorta a aquélla a imitar a éstos.
¿Cuándo, por simple preservación de la especie, se acabará con el despilfarro de los recursos humanos y materiales, dejando de lado el lucro de pocos, por razones de humanidad y planificando nuestra supervivencia?