MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Espejo oscuro
A la memoria de Faustino Mayo
``La ventaja de vivir sola es que no tengo que darle explicaciones a nadie''. Siempre que Elena se hace esta reflexión piensa sin rencor en Gregorio. De haberse casado con él habría tenido que explicarle por qué, después de tanto tiempo de no hacerlo, decidió volver a San Luis; luego de satisfacer su curiosidad quizá tendría que soportar las burlas de su marido cuando ella le dijera: ``Voy a recibir a mi prima Socorro''.
Toda la familia de Socorro murió en un accidente. La madre de Elena la adoptó y crecieron como hermanas. Ambas heredaron la nariz aguileña de los Alcázar y con ese rasgo, acentuado en los varones del clan, un ansia de aventura completamente masculina.
Elena ríe a solas cuando recuerda que durante las reuniones familiares, ella y Socorro escandalizaban a tías y abuelas refiriéndose a todo lo que pensaban hacer cuando estuvieran lejos. El adverbio abarcaba el mundo entero, es decir, todo lo que no fuese el pueblo amurallado por el prejuicio y el tedio. Elena vuelve a experimentar el hastío que ensombreció algunas tardes de su infancia ahora que viaja en el vagón recalentado por el picante sol de otoño. Sentirlo le entristece porque le recuerda la muerte de Socorro.
Sucedió un domingo. Hasta las cuatro de la tarde fue idéntico a todos los anteriores: misa de siete, desayuno salpicado de advertencias -``Si no se terminan la leche. Si vuelves a pelearte con tu hermano. Si no se apuran no las llevamos''-, preparativos, ascenso al camión de redilas con el piso sembrado de semillas que más tarde se convertirían en fichas para deslizar sobre los tableros de Turista y Parkasé.
``Si no se apuran, no las llevamos...'' Desde la última vez que Elena escuchó esa amenaza han pasado casi treinta años; sin embargo, sigue lamentando la celeridad con que ella y su prima obedecieron la orden de lavar los platos antes de reunirse con los primos y hermanos que, desde el camioncito ya en marcha, les hacían bromas inocentes y las estimulaban a correr más de prisa porque si no ``van a quedarse''.
Aparejadas a su lamentación llegan las mismas preguntas inútiles que siempre atormentan a Elena: ¿qué habría sucedido si ella y Socorro no hubieran acelerado la marcha o si, después de comer bajo el eucalipto, hubiesen accedido a jugar damas chinas en vez de irse al estanque? Elena sabe muy bien que para las dos preguntas sólo hay una respuesta. Por desgracia alude a lo imposible: Socorro estaría viva y a punto de cumplir treinta y seis años, uno menos de los que ella acaba de celebrar.
Apoyada en la ventanilla, Elena cierra los ojos. No quiere que el paisaje anule su intento de imaginar cómo sería su prima si vi viera. La incógnita la ha preocupado siempre. Meses después de la pérdida, mientras arreglaba la ofrenda para recibir a los pequeños difuntos, Elena se atrevió a preguntarle a su abuela cómo reconocería a Socorro entre la multitud de almas infantiles. ``Mirándola primero en tu recuerdo. A los muertos el tiempo no los daña, siempre y cuando no los olvidemos.''
Desde que escuchó el consejo, Elena asumió la obligación de recordar. El compromiso no ha sido suficiente. Lo sabe cuando se da cuenta de que, pese a su resistencia, han ido borrándose de su memoria las facciones de Socorro. Cuando sus esfuerzos por reconstruirlas son mayores Elena sólo consigue ver lo único que desearía haber olvidado: gotas de agua escurriendo del cabello de Socorro minutos después de que la sacaron sin vida del estanque.
Aquella fue la primera ocasión en que Elena sintió la presencia de la muerte. La sorpresa acrecentó el dolor. Su familia la había aleccionado para entender como algo natural el fin de los abuelos o de algún pariente anciano, pero nunca nadie le explicó que la muerte es dueña y señora con derecho de romper el orden establecido por los años. Eso se lo dijeron la noche en que Socorro fue depositada en su ataúd blanco: el primer espacio que ya no pudieron compartir.
Para aligerar el abatimiento que la postró, las tías y la abuela le recordaron a Elena que, a partir de esa hora, todas las noches del primero de noviembre Socorro volvería a visitarla junto con los otros niños muertos en San Luis. Aunque esperaba con ansia la fecha del rencuentro, Elena trataba de figurarse los cambios sufridos por su prima a partir del momento en que ya no pudieron compartir tiempo y espacio.
Al bajar del tren Elena ve un establecimiento de hamburguesas donde antes había una pequeña muestra artesanal. El cambio le devuelve la conciencia de los muchos años que llevaba sin volver a San Luis. Piensa en todos sus muertos, en Socorro. Para ella formula una disculpa.
En el andén, con la maleta en la mano, Elena espera que llegue a brindarle el servicio alguno de los choferes conocidos. ``Si quiere coche tiene que ir al estacionamiento'', le dice un niño que, enmascarado de monstruo, le pide el halloween. A ese cambio Elena suma otro: junto a los automóviles, ofreciendo sus servicios en pésimo inglés, están los choferes. No reconoce a ninguno. Disgustada, acaba por darle indicaciones al primero que va a su encuentro: ``Al San Luisito, por favor''. El hombre parpadea: ``Será al San Luis Inn. El otro, que sepa, hace mucho que lo tiraron''. Irónica, pregunta si ``de casualidad'' el cementerio continúa en su sitio. El chofer la mira desconcertado pero Elena no aclara nada. Prefiere concentrarse en ver la calle. Su esperanza de encontrar un rostro conocido se frustra mucho antes de que llegue al San Luis Inn.
Apenas se registra, Elena le pregunta a la recepcionista si el tren de la mañana sale puntual. La empleada ríe: ``Uy Dios, apenas está llegando y ya piensa en irse. Le advierto que aquí tenemos muchas cosas bonitas: la iglesia de La Soledad, la Plaza de Armas, las capillas y el estanque. A estas horas se ve precioso. Lástima...'' Elena no concede atención, sólo mira el reloj: las cuatro. Sin decir más da media vuelta y sube al primer piso.
Su cuarto está recalentado por el sol de otoño. Para huir del sofoco abre la ventana que da al jardín. Entre malvas y hortencias una fuente de piedra arroja hilitos de agua. Su rumor le recuerda las gotas que siguieron deslizándose por la cabellera de Socorro varios minutos después de que la sacaron sin vida del estanque. Un sentimiento, mezcla de rencor y nostalgia, la obliga a abandonar la habitación y correr hacia el verdadero sitio del rencuentro: el Ojo de Agua.
Hace el trayecto en taxi. Cuando al fin queda sola, sonríe al ver que el paisaje permanece idéntico al que conservó en su recuerdo. Camina guiada por el eucalipto que protegió las reuniones familiares. A la sombra del árbol encuentra aromas y voces olvidadas; entre ellas, cristalina, la de Socorro. Para acercarse más a su recuerdo Elena continúa hacia el estanque. A unos metros de su orilla distingue los letreros que advierten del peligro. El aislamiento y la quietud del agua la consternan y la hacen pensar que aquel domingo, hace treinta años, murieron juntos Socorro y el estanque.