Antes de cumplir la mayoría de edad, Julio Scherer García, un atractivo joven, güerejo, de pequeños y profundos ojos claros, escuchaba embelesado la cátedra pasillera de Rodrigo Llano, director de Excélsior: ``La mejor noticia es la que se pierde, porque no se puede documentar ni probar por la lógica interna de los hechos. El reportero debe saberlo. Su honor está por encima de todo''.
México vivía los últimos años de la década de los cuarenta y ese joven --mandadero en las oficinas de Bucareli 18-- escudriñaba ya, con mirada aguda, las contradicciones no sólo de aquel periodista, sino de su entorno. Acababa de abandonar, sin terminar, las carreras de Leyes y Filosofía, y se adentraba apenas en el mundo que se convirtió en su vida misma: el periodismo.
Católico, moldeado en la religión por la suave mano de su madre, Scherer nació la madrugada del 7 de abril de 1926 en la ciudad de México. Con una educación a la altura del abolengo de su familia, estudió la primaria en el Colegio Alemán, donde sacaba malas notas en todo, menos en deportes: ``Para la natación sí era bueno''.
Luego de perder un año, por causa de una enfermedad, ingresó al Colegio Bachilleratos, antecedente del Instituto Patria, del que acababan de hacerse cargo los jesuitas y en donde aprendió una frase de Lenin ``que llevo en el cuerpo: `Hay que hacer de la ética una estética'. El cielo en la tierra, había agregado el maestro de la preparatoria'', recuerda.
El tercer y último hijo del matrimonio de Paz García y Pablo Scherer sentía una devoción muy grande por su madre. La describe así en Los presidentes: ``No era bella, salvo que la mirara con atención. Más hacia adentro que hacia afuera vivían sus ojos oscuros. Hablaba en voz baja, miraba con dulzura''. De ella heredó el trato fino, educado, respetuoso. De su padre, la férrea voluntad y la sentencia emitida en su lecho de muerte: ``Tú serás director de Excélsior'', recrea Vicente Leñero en Los periodistas. ``¿Te da gusto? --le preguntó--. No -- le dijo--. Vas a sufrir mucho''.
En ``el periódico de la vida nacional'' vivió Scherer ``de los 18 a los 50 años, de mandadero a director. Allí me casé, allí nacieron mis hijos, allí murieron mis padres, allí conocí la amistad, allí tuve pasiones y enfriamientos, allí amé a Susana para siempre. Allí ví de cerca al mejor y al más vil de los reporteros, Carlos Denegri (...)'', cuenta en Estos años.
Su periplo reporteril, Leñero lo reseña en su libro: ``Se le respetaba unánimente y se le quería por su calidez, pero sobre todo se le admiraba por su talento periodístico y por una notable tenacidad que le permitía alcanzar todos sus propósitos (...) nadie como él para vencer apatías, doblegar voluntades y convertir en sí el no de un hombre público y ganarse a través de ello la amistad, el cariño, la confianza de la gente importante. Así saltó de simple reportero en 1947 (en la Extra) a reportero de grandes exclusivas en los cincuenta, a subdirector editorial en 1963, a director general en 1968 (en Excélsior). Periodista de tiempo completo durante toda su vida. Jefe alabado, envidiado, querido, temido, pero jamás derrotado ni corrompido. Jefe nato al fin de cuentas, aunque no le gustara el sustantivo''.
En Excélsior, ejerció su filosofía periodística que, en ideas aquí fusionadas, ha definido en sus libros: ``Como reportero que soy nada valoro por encima de los hechos (...) La cirujía y el periodismo remueven lo que encuentran. El periodismo ha de ser exacto, como el bisturí. Si algo me apasiona es el periodismo sin imaginación, el toque de la realidad como es (...) en nuestra profesión nada supera al dato estricto y a la palabra exacta''.
Sin adjetivos --no los utiliza en sus textos--, en todos los años que allí permaneció, documentó con entrevistas, crónicas y reportajes los sucesos nacionales e internacionales más importantes de su tiempo. Entrevistó a Fidel Castro, al Ché Guevara, Augusto Pinochet, Olof Palme, Chou En Lai, Salvador Allende, John F., Kennedy, Dimitri Shostakovich, André Malraux, Pablo Picasso; acercó a los lectores a la primavera de Praga, al racismo en Sudáfrica, a la matanza de Ezeiza, Argentina, a la de Tlateloco en México, mientras dejaba que sus columnistas y reporteros escribieran libremente: ``Yo paro los golpes, aunque a veces sea difícil'' --le hace decir Leñero en Los periodistas.
En ese libro, Hero Rodríguez Toro cuenta las audacias de don Julio que los metían siempre en ``problemones''; pero al final, señala, ``siempre descubro que con su misma audacia el propio Julio termina resolviendo los problemas y sacándonos del atorón. Sus errores son tan grandes como sus aciertos. Más grandes sus aciertos porque él sabe a dónde va''.
Por su trabajo en esas páginas, obtuvo en 1971 el premio María Moors Cabot, hecho por el cual Armando Vargas, de la agencia Ap, intenta entrevistarlo y él responde, algo que siempre ha mantenido: ``Ni madres (...) yo soy reportero y las preguntas las hago yo''.
En las páginas de Excélsior escribía semanalmente, junto con Alberto Ramírez de Aguilar y Manuel Becerra Acosta hijo, una columna política que llamaban ``Desayuno'', y que firmaban como Julio Manuel Ramírez.
Su relación con los hombres del poder no la oculta. En sus libros relata sus encuentros con presidentes, senadores, políticos, líderes sindicales. Reseña sus pláticas tras bambalinas, sus contiendas verbales. No oculta los regalos que le han hecho y ha aceptado --un busto de Allende que le dio Echeverría; una pistola, de López Portillo--, para luego darlos a sus amigos. Con el poder no se tutea. Como a casi todos los que lo rodean, le habla de usted, marcando una distancia cordial.
Considera: ``Políticos y periodistas (...) son especies que se repelen y se necesitan para vivir. Los políticos trabajan para lo factible entre pugnas subterráneas; los periodistas trabajan para lo deseable hundidos en la realidad. Entre ellos el matrimonio es imposible, pero inevitable el amasiato'' (Estos años).
``¿Cómo le ha ido con los presidentes?'', le preguntó un día Carlos Salinas: ``Respondí con reflejo de boxeadores: como en feria, señor presidente''.
En el sexenio echeverrista, Scherer salió, junto con 200 personas, del diario donde se formó. ``De sobra es conocida mi posición y la de Proceso frente al 8 de julio de 1976: el presidente Echeverría nos expulsó de nuestra casa. Combinó como es usual, la fuerza, el sometimiento y una gran recompensa'', escribe en Los presidentes.
``Expulsado de Excélsior --cuenta en Estos días--, amigos inseparables pensaron que no debía abandonar un esfuerzo común, me vistieron de general, me prendieron algunas medallas y me llevaron al frente de un proyecto que era sobre todo de ellos: una prensa sin el lastre de la dependencia. Estratega de una guerra que no podía librar, exangüe como me encontraba, cumplí con la única tarea a mi alcance: di la cara y aparecí con nombre y apellido en la portada de Proceso''.
Acogidos en las oficinas de Siempre! de José Pages Llergo, el 6 de noviembre de 1976 nació la revista semanal, de la que hoy se despide don Julio. ``Era admirable su energía, ahora volcada en mil gestiones personales para sacar adelante la nueva empresa periodística --cuenta Leñero en su libro. Volvían a no existir imposibles para Julio Scherer''.
En estas dos décadas ha construido con su gente el destino de Proceso, que no puede entenderse sin Vicente Leñero a su lado, y sin su equipo de reporteros y articulistas que casi no ha cambiado. Con Leñero comparte su afición por el beisbol (le va a los Yanquis) y el futbol (es atlantista), y la peculiaridad de seguir escribiendo a máquina y no en computadora, beber güisqui y no fumar.
En Proceso ganó dos de los tres premios que tiene en su historia --nunca ganó el Premio Nacional de Periodismo y le molesta que se lo achaquen, aún en el Diccionario Enciclopédico de México, de Humberto Musacchio--: en 1977 el Atlas World Press Review, de Estados Unidos, que --consignó la agencia Ap-- lo distinguió por ser ``un símbolo de la lucha por la libertad de prensa en el mundo'', y en 1986 el Manuel Buendía que otorga la fundación que lleva el nombre del periodista asesinado en 1984.
Perdió de sus filas a Miguel Angel Granados Chapa, a quien mucho le rogó que no se fuera: ``Acompáñenos, y si fracasamos yo mismo le pediré que me ayude a cerrar las cortinas y a apagar la luz'', consiga Leñero. También perdió, en 1989, a su esposa, Susana Ibarra, vencida por un cáncer despiadado. De ello da cuenta en Estos años: ``Me enfrenté con nuestros nueve hijos a un dolor sin esperanza. Teníamos la muerte encima y en la récamara que había sido nuestro universo, nos apretábamos como huérfanos. Llorábamos como ella ya no podía llorarnos y ansiábamos su fin a solas, enterrada Susana en silencio''.
En Proceso ha hablado en su lenguaje, el único que conoce, como le dijo un día a Luis Donaldo Colosio, y ha inspirado personajes literarios como Octavio Salas, el de La guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín.
En su austera oficina de Fresas 13, que no guarda ni una foto familiar ni una seña de lo que es su historia, quizá sólo de su gusto por la pintura, ha deseado, dice en Estos años, lo que quizá a partir de hoy logre: ``Escribir metódicamente, día con día, pero no me hacía del tiempo interior que precisa una tarea solitaria. La información sin pausas es una pasión sin reposo''.
Hasta luego, don Julio..