La Jornada Semanal, 3 de noviembre de 1996
En 1840, Samuel Morse defiende a los daguerrotipos: "no pueden
llamarse copias de la naturaleza misma". Para Graciela Iturbide
la fotografía es, siempre, un encuentro con esa otra naturaleza
que va integrando la mirada, la naturaleza que nada excluye y en donde
participan por ejemplo una serranía, un grupo callejero, un
travesti en Juchitán, una anciana seri, la bicicleta con la
cabeza de toro, la panadería con los esqueletos pintados en la
vitrina, un maestro geómetra en Madagascar. Graciela no
jerarquiza, no cree en "temas menores", le interesan por
igual el detalle y el conjunto, el juego de sombras y la personalidad
del general panameño Omar Torrijos.
Largo viaje de una definición estricta de naturaleza a otra en los linderos de la realidad virtual. Y la estrategia es posible gracias a una formación múltiple. Graciela ha visto pintura, teatro y, necesariamente, fotografía, y a su idea de composición (de enfoque/de encuadre) la animan diversas tradiciones culturales y fragmentos de las sucesivas etapas de la vanguardia. Hay ecos del surrealismo y de los abstraccionistas, de Edward Weston y de Alfred Stieglitz, del realismo documentaly de la práctica etnográfica, de Paul Strand y de Margaret Bourke-White. No habla de influencias, sino de sedimentos, de cauces formativos que actúan a modode revelaciones, lo que sucede siempre con los artistas de primer orden. Graciela ha pensado la fotografía de manera radical y sabe, digamos, que hay más en la trivialidad, en lo observado con indiferencia, en lo segregado, de lo que suele creerse y admitirse. Por eso no jerarquiza, para darle la oportunidad a las imágenes aún no tomadas y elaboradas.
El símbolo: apariciones y desapariciones
De nombrarse sólo una presencia (influjo, aprendizaje) en la obra de Graciela, el nombre a citar es Manuel Álvarez Bravo. Graciela trabajó con don Manuel, ha observado su obra y, sin imitarlo ni citarlo a hurtadillas es demasiado creativa como para eso, desprende de ese trato la gran lección: si la imagen es lo suficientemente elocuente, será tarea de otros el volverla simbólica. Creo que no sólo gracias a don Manuel, pero muy fundamentalmente con el estudio de su obra, Graciela inició su estrategia en materia de símbolos, que jamás produce deliberadamente pero cuya posibilidad nunca elimina por completo. Véase la foto Señor de los pájaros, con el hombre que observa el vuelo de las aves como signos ortográficos del cielo. Si se quiere, la foto admite un curso de simbología aplicada, hasta con alusiones hitchcockianas, pero es también legítimo advertir allí la renuencia al símbolo. O examínese Los héroes de la patria, donde un indígena, de atavío típico, tiene a sus espaldas una pared con retratos de próceres de la independencia de México. Allí nada armoniza y todo cuaja. La foto no incita al nacionalismo, ni muestra los nexos entre la marginalidad y el conocimiento de la historia patria; se limita a subrayar la desolación y las armas decorativas para enfrentarla. Quien así lo desee abundará en apreciaciones cívicas, pero Graciela registra simplemente un golpe del azar: un campesino, un escenario municipal, y la penuria que es un "aire de época".
Otro ejemplo notable, Magnolia. El travesti de Juchitán, no mira el espejo, deja que su rostro allí se contemple. Su dejadez, el atavío femenino y la carencia de peluca corresponden al comportamiento esperado en las tradiciones del Istmo de Tehuantepec, donde, por ley de la costumbre, a los homosexuales evidentes se les concede, el gueto de la risa permanente (ultrajes y aceptación sardónica) y el apoyo a la madre en los quehaceres domésticos. Al travestirse, Magnolia adquiere su dignidad plena, porque el "disfraz perverso" que otros estigmatizan, él lo vive como la culminación diaria del ensueño, donde el vestuario femenino construye una personalidad más allá de la burla y el desprecio. Graciela apresa ese momento del marginal que, con solemnidad, se adueña por instantes de la altivez. Magnolia: rey y reina en su cuarto.
En algunos casos, la imagen alcanza tal nivel de transparencia que anula desde el inicio su conversión en símbolo. Sobre la cama, cubierta por los propósitos de la mirada ajena, la joven desnuda (Cristina) mira sin desafío y sin provocación a la fotógrafa, y se entrega a los placeres de la luz que la esculpe con sensualidad. No es la convocatoria ni deja de serlo, ni es la provocación aunque así pueda interpretarse. Es tan sólo alguien que ofrenda su desnudez a la cámara para dar la impresión de posesiones. Muchas otras fotos, en cambio, sí permiten el ir y venir en torno a los símbolos. En Cementerio, tomada en Chilac, Puebla, un joven se resguarda tras de una estatua, y la interpretación nace armada por así decirlo: aquí está el ángel de la guarda del ángel escultórico, el protector de la última morada de las alegorías. Consiente la foto la exégesis? Hay necesidad de un desciframiento? No es suficiente contemplar la escena? Cada lector o cada espectador de imágenes decide. Graciela no entrega un símbolo sino un muy elaborado golpe de vista a disposición de quien desee escudriñarlo.
En esta etapa, y Graciela está muy al tanto, las comunicaciones aceleran por fuerza el desarrollo masivo de los símbolos, útiles para el entendimiento instantáneo de lo que se contempla. Los pintores, los cineastas, los escultores, los poetas, los fotógrafos, prodigan símbolos. Males o bienes del tiempo: todo es simbólico para que todo sea fácilmente comprensible y nada a fin de cuentas es simbólico para no entorpecer el ritmo del consumo de imágenes. Vaya una cosa por la otra: los símbolos ocultan la imagen y la oscurecen, el criterio simbólico resulta de gran ayuda mnemotécnica. Cuando se les usa para ilustrar puntos de vista, debilitan a las imágenes; cuando pasan la prueba del manoseo simbólico, las imágenes se potencian.
Abolición y resurrección de los símbolos. En Muerte novia, la novia con la máscara de calavera es un homenaje al famoso e incomprobable amor de los mexicanos por la muerte, pero es también y quizá más propiamente, el signo de una cultura popular industrializada, donde las alegorías se dan en serie y el juego con las calacas alude a los mitos profesionales y a las decepciones de la fantasía. Véase Curación, tomada en la catedral de Vigo, España. El triángulo: un cristo sobre una virgen, y el curador, a semejanza de bestia de science-fiction interrumpida en el momento de hacerse de su presa. Es notable la maestría en el uso de la luz, y es fascinante el acto de sincretismo donde los símbolos esenciales de la cristiandad se ven a merced de un restaurador. De nuevo: todo es símbolo y todo deja de serlo.
Las teatralizaciones son el espacio donde los símbolos se llevan y secularizan. En Cristo, tomado en Chalma, un plumaje semioculta el rostro del joven que interpreta a Jesús. Éste, con la sangre ficticia y la cruz de espinas falsas, le sonríe a la fotógrafa. El símbolo, en horas de descanso. Y Por qué no? Por qué no desolemnizar la situación, mientras llega el Vía Crucis? En Peregrinación, también de la serie de Chalma, la mojiganga avanza, con su esqueleto, sus máscaras de Halloween, sus travestis. Aquí, la tradición inexistente lanza sus ánimas que le añaden a la gravedad de la fe el recuerdo de los regocijos del mundo.
En la foto, las piernas de los indígenas sobre el árbol. Cómo se interpreta? En un nivel, únicamente se trata de un momento de la mirada, sin mensajes ni moralejas. Sin embargo, la imagen obtiene densidad simbólica sólo por concentrar dos elementos ligados por costumbre a lo ancestral (el mundo vegetal y el universo de lo autóctono). No se requieren las interpretaciones, al ver la foto uno intuye lo trascendente, lo irreductible a los acomodos verbales.
El principio moral del retrato
Graciela se ciñe a la tesis del clásico Nadar: "Lo que menos se entiende es la inteligencia moral de tu sujeto fotográfico, el tacto rápido que te pone en comunicación con tu modelo." Graciela está al tanto de la inteligencia moral de sus retratados, que ubica en el uso del cuerpo, en el desdén o el amor por lo escenográfico, en la rigidez o el desenfado que exhiben, en su presteza o en su tardanza para entenderse con el fotógrafo. Obsérvese la foto del dandy popular (AKY), de anteojos negros, corbata y fisonomía adjudicable a un dancing. Puede ser un croupier de un casino de la fantasía, un maestro de ceremonias en alguna fiesta de quinceaños, o alguien que se viste así en obediencia a su idea de la seducción. Graciela lo asume en sus propios términos, atraída por la solemnidad que, desafiante, introduce su noción del buen gusto. O examínese Manuel, una imagen del desierto de Sonora. Aquí, las tradiciones y las costumbres se desconocen, se renuevan, se fusionan. Para Graciela, según creo, la inteligencia moral del retratado tiene que ver en este caso con su afán de elegancia en un ambiente que parecería no admitirlo. El arete, la ropa de saldo como de conjunto musical o de fiesta rumbosa, la actitud severa, son parte de una irrupción de la modernidad, en su sentido más estricto y sencillo, de elección necesaria de otra conducta que corresponda a las modificaciones del siglo. La composición erige la estatua efímera de un dandy, y Graciela incrusta al personaje en la inmensidad del cielo deslumbrante.
Véase una foto extraordinaria y muy reproducida, que, por un lado, da noticia del poder persuasivo de Graciela, y por el otro, de la falta de inhibiciones que es, en sí misma, otra cultura. En Señora de las iguanas, tomada en Juchitán, la mujer, con su sombrero de iguanas, enhiesta, heroica, coronada de sí, es la alegoría anti-alegórica. Esta Medusa irrepetible, majestuosa, no acepta la crítica porque no solicita la aprobación social ni se presta a reducciones o ampliaciones simbólicas. Su defensa y su peculiaridad es su carácter obsesivo. Quién la vio y no la recuerda? En un ámbito regido por las incitaciones a la amnesia, Graciela elige las imágenes que puntualmente, las convoquemos o no, regresan a nosotros, orientando la comprensión de una escena, o auspiciando definiciones de lo extraño y de lo súbitamente insólito. En Marcha política, también de Juchitán, la mujer usa su rebozo como bandera que la cubre y le da identidad cívica, y hace de su ropa abundante una tradición movilizada. En Gitano, tomada en Almería, la limosnera ciega empuña su guitarra sobre una motocicleta, en plena alianza de lo previsible y lo novedoso. La personalidad (la inteligencia moral) de la mendicante se hace presente en su desenfado, en el lenguaje corporal que irrumpe en el tiempo sin tiempo de los ciegos, oponiéndole la actitud a la indefensión. Y atiéndase al excepcional retrato de la mujer seri en el desierto de Sonora. Severa, al borde de la expresividad, ella, con y sin sorpresa, le cede a la cámara sus facciones talladas, surgidas de las espinas y que el viento marca y la luz afina. La inteligencia moral de la retratada es de la índole de los sobrevivientes.
Graciela aceptaría la sentencia del ensayista norteamericano Harold Rosenberg: "El principio moral del retrato fotográfico es el respeto por la identidad del sujeto." Ella cumple con estas reglas. Le sería práctico y muchas veces conveniente jugar con la luz, que "convierte a una modelo en madonna renacentista", o subrayar lo secundario por medio de la utilería fotográfica. En vez de esto, prefiere la sobriedad. El narrador Gabriel García Márquez deposita sus manos sobre la ventana cerrada, y Graciela ubica allí el centro de la foto, las manos como la expresividad complementaria; el pintor Francisco Toledo juega con su perro y le divierte el viaje del animal que del aire irá a sus brazos; el artista José Luis Cuevas posa para ir al encuentro de la naturalidad; el pintor Julio Galán es un cristo que emerge del hielo seco, de la bruma, de la niebla, de un paisaje extraviado de Turner, de lo que se quiera con tal de que fomente la ilusión del martirio vaporoso... Y, last but not least, una foto de lo "anónimo", donde la mujer fuma con severidad extrema, como estadista que medita sobre la situación internacional, mientras la luz salva a su cuerpo del naufragio de la oscuridad.
El carnaval del mundo
Graciela viaja y se apropia del mundo ancho, y en La Habana, Lima, Quito, Panamá, París, Alemania, Moscú, Argentina, Tokio, Estocolmo, Madagascar, España, perfecciona sus visiones. No hace falta decirlo: en este fin de siglo lo planetario tiende a unificarse, y lo peculiar depende con gran frecuencia de lo inesperado. En Quito, un señor que transporta espejos se "roba" una parte del espectáculo a su disposición. En La Habana, comparten una pared una foto de quinceañera y otra de Fidel Castro, la celebración familiar y el festejo del poder. En Sevilla, la procesión ratifica lo obvio: la fe es ya parte del turismo, y el turismo es parte de la fe, no en lo trascendente sino en el gozo de incorporar a la existencia lo típico y lo clásico de todas partes. Para Graciela las imágenes informan de todo menos de "exotismo". Ahora lo propio, lo nacional incluso, es la fascinación por lo diverso.
Entre las diversas atmósferas que atraen a Graciela, una recurrente es la del carnaval, los días de permiso de las sociedades con vocación licenciosa. Graciela localiza el carnaval donde ocurre explícitamente, y allí donde se filtra pese a todo. Lo carnavalesco: las confusiones entre máscara y rostro, entre baile y desfile litúrgico, entre pérdida de los sentidos y adquisición del humor. En el desfile, rodeada de peces de hojalata o plástico, la sirena se extiende como detalle de la penuria imaginativa, que los paseantes convertirán en regocijo. Graciela no destaca la euforia kitsch de la escena, y prefiere concentrarse en el cuento de hadas que nadie suscribiría. El carnaval es también una atribución de la mirada.
Y qué es poesía? Y tú, que ves estas fotos, me lo preguntas?
Graciela se ocupa de lo que de modo continuo se desvanece (Cartier-Bresson), y de lo que en principio puede ser tema lírico. Pero no hallo en su obra la "foto-poesía" que Diego Rivera y Xavier Villaurrutia le adjudicaron a Manuel Álvarez Bravo. En don Manuel la tendencia lírica es propia de la etapa donde la fotografía ameritaba su condición artística, lo poético aún era la cima del arte y de las actitudes vitales, y lo opuesto a lo poético, lo prosaico, era el enemigo, la invasión rechazable. Y Álvarez Bravo dota al fluir de sus imágenes de los elementos del impulso intimista y épico, como si fuesen versos desgarrados, líneas memorables. Su Obrero muerto, por ejemplo, es otra de las nostalgias de la muerte.
A Graciela Iturbide ya no le tocó la atmósfera cultural donde lo poético era central. Hoy, para un fotógrafo, la poesía es uno más, muy determinante pero uno más, de los componentes de la realidad múltiple y caótica, sitio también de confluencia de la pintura en sus infinitas expresiones, del cine, la televisión, el teatro, la fotografía misma, el ciberespacio. Graciela mantiene su fidelidad a lo poético, pero no lo busca con afán ortodoxo. No en balde ésta es también la época de Joel-Peter Witkin y su reinvención de lo monstruoso, de Diane Arbus y sus freaks, de Sebastián Salgado y sus secuencias de guerra y esclavitud, de Robert Mapplethorpe y su culto a las flores y a la genitalia (el jardín de Príapo). Graciela se desarrolla en libertad, ya distanciada de las órdenes de la crítica sobre lo poético y lo nacional, y puede, si quiere, ser poética, al uso clásico, o disonar, como en su foto del cabrito muerto, o del niño que se oculta desplegando al ave, donde la crueldad hacia los animales es fotografiable así no sea poética. El hálito de lirismo se percibe en sus incursiones por la abstracción, o incluso en imágenes cercanas a la belleza de lo grotesco, digamos la fichera como de museo de cera.
El sitio de reunión de los tiempos históricos
Lo ancestral y lo moderno. Sin prejuicio alguno, Graciela se aproxima a los grupos social, cultural o económicamente marginales, porque trabaja con imágenes, el espacio de la igualdad y las nivelaciones. En este orden de cosas, me resulta notable el conjunto de su trabajosobre el universo indígena, en particular sobre Juchitán, en Oaxaca, donde ni intenta la aproximación "al misterio", ni busca traducir lo impenetrable. Los indígenas de las fotos de Graciela están más que acostumbrados a las cámaras, pero es tan usual considerar a lo indígena como "lo otro", que la "extrañeza" es añadido del lector de las fotos. Así, los indígenas son o dejan de ser tan naturales al posar como los mestizos, pero el hálito de sentirlos lejanos les confiere un semblante de siglos.
Una de las fotos más difundidas de Graciela es Mujer ángel.. Una seri del desierto de Sonora va por la serranía con su radio en la mano. La escena posee una soledad radical, y al mismo tiempo es profundamente contemporánea. La seri se defiende del aislamiento con la tecnología a su alcance, y la tecnología hace las veces de las alas. Mujer ángel es deslumbrante por sus cualidades informativas, y, sobre todo, porque la parquedad del trazo y lo áspero de la vida allí registrada, son datos que no entorpecen la vitalidad de la imagen. Lo que vemos es real y, por la precisión, también es surreal.
Algo similar sucede con Mujer guaimie, tomada en Panamá. La indígena, con su pintura y su traje tradicional, sostiene la bandera con símbolos de paz. Lo suyo es la modernidad de la resistencia a la depredación y el saqueo, que enfrenta desde el sentido comunitario. O véase Cementerio, una escena juchiteca, la visita a los difuntos. En la situación captada por Graciela, la conversación con la persona desaparecida parece prolongarse. Una mujer sonríe, otra pasa una cerveza, y un homosexual le regala a la cámara su contentamiento. Otra vez interviene la estética del hallazgo. Graciela sabía lo que buscaba (la familiaridad con los muertos), pero no vislumbraba la imagen que encontró, la mezcla de lo permitido y lo heterodoxo junto a una tumba. La estética del hallazgo en su apogeo.
Los niños de Graciela
En la obra de Graciela los niños constituyen una línea descriptiva y narrativa y, por lo común, ofrecen algo más que la inocencia, un concepto tan difícil de situar por tan sacralizado. En los niños de Graciela, y allí se entreveran su sabiduría fotográfica y su emoción vital, actúan la inocencia, la continuidad de la especie, el gozo cómplice con la risa (se ríen para encontrarse con la risa que es el método del descubrimiento), y, también, la tragedia. El niño aislado en la inmensidad de su cajita mortuoria, exalta la fuerza de la poesía: allí se combinan la compasión esencializada, y el recuerdo de versos inextinguibles: "y el niño muerto que carga la tierra" (Andrés Eloy Blanco). "Desde el fondo de ti, y arrodillado,/ un niño triste como yo nos mira" (Pablo Neruda). Pero también, en estas fotos, Graciela experimenta con las formas. En La Habana, un grupo se integra como ser único y múltiple, juega, se cubre los ojos, ignora a la cámara, se hechiza y se desentiende ante el hecho de posar. En Primer día de verano, seis niños se precipitan en la arena y sus formas caprichosas animan la uniformidad natural.
Graciela Iturbide, fotógrafa admirable, viaja con su cámara, el instrumento que deshace barreras morales, inhibiciones personales y sociales, confianzas y desconfianzas. Como Brassai, cree en la importancia extrema de la forma, no sólo en asuntos de creación artística sino porque únicamente a través de la forma logra la imagen incorporarse a nuestra memoria. Y allí, en la memoria, esta obra reverbera y crece.