La Jornada Semanal, 3 de noviembre de 1996
Leopoldo Lugones (1871-1938) es una de las figuras capitales del
movimiento modernista en América, quizá la más
importante después de Rubén Darío, quien lo
conoció en Buenos Aires poco después de que el joven
argentino había llegado desde la provincia, y lo
distinguió entre sus mejores discípulos. La obra de
Lugones es aún más extensa y variada que la del propio
Rubén: más de una treintena de libros de poesía,
cuento, novela, ensayo, biografía... Como poeta es mejor
conocido por su desconcertante y burlesco Lunario sentimental
(1909); y su fama de cuentista se apoya en dos notables libros: Las
fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales
(1924). Pocos lectores de sus cuentos habrán olvidado
relatos tan notables por su lenguaje y su poderosa imaginación
como "La lluvia de fuego" o "Los caballos de
Abdera".
Lugones fue una personalidad compleja y difícil de abarcar. Sus intereses eran múltiples e iban de la teosofía a la teoría de la relatividad (se considera El tamaño del espacio, de 1921, la primera exposición de la tesis de Einstein en América), de la helenística a la lingüística, de la crítica literaria a la política. Es precisamente su activa intervención en ese último campo la que provocó los más extremos vaivenes de su espíritu, pues pasó igual que tantos intelectuales del socialismo y el anarquismo juveniles a la defensa de la democracia liberal y, de allí, a la exaltación del nacionalismo fascista y el militarismo como las mejores fórmulas para resolver nuestros problemas políticos. Envuelto en una ola de polémicas y ataques, sus últimos años fueron de amargo retiro y soledad que, sin embargo, dieron origen a una poesía plácida, contemplativa y eglógica, como puede verse en Romancero (1924) y Poemas solariegos (1927). En verdad, esos poemas sólo enmascaraban una profunda crisis, de la que no supo sino salir con el suicidio: en febrero de 1938, en un Hotel del Tigre, se eliminó ingiriendo veneno y sin dejar ninguna nota. Su obra literaria también tuvo distintos tonos y siguió múltiples direcciones, por lo que llamarlo "modernista" no es del todo exacto: es sólo uno de sus modos, porque también se encuentran en él anuncios del lenguaje de la vanguardia y la actitud especulativa de la ciencia ficción y de la filosofía contemporánea.
Precisamente en 1924, el año en el que estando en el Perú para las celebraciones de la batalla de Ayacucho pronunció un discurso en el que manifestó su tristemente famosa adhesión al caudillismo militar ("Ha sonado la hora de la espada", dijo), Lugones publicó un libro titulado Filosofícula. Esta obra figura, por cierto, en todas las bibliografías lugonianas, clasificada simplemente como "ensayo", pero parece haber sido consultada por pocos, tal vez por considerarla menor dentro de su copiosa producción. Las referencias críticas al libro son rápidas y vagas, a veces erróneas o desorientadoras. Pese a su conocida devoción por el autor, Borges, en su Leopoldo Lugones (1965), ni siquiera lo menciona al tratar su obra en prosa. La Enciclopedia de la literatura argentina (1970) dice que Filosofícula "cautiva por la cordial tonalidad de su sabiduría, por el tinte de sutil ironía y la tranquila confianza en el espíritu del hombre. El libro es único en este autor que [] hizo de la palabra un instrumento ardoroso y punzante".
Quizás el propio Lugones haya inducido a esa lectura equívoca de un libro que pocos han visto porque no cuenta con modernas reediciones. Tengo ante mí la edición original (Babel, Buenos Aires, 1924, 178 pp.) de este pequeño volumen, raro por varias razones. En la breve "Advertencia" el autor lo presenta como un libro que, según el título anuncia, es "modesto y ligero", lo que "no le impide ser filosófico". Es un conjunto de reflexiones sueltas, carente de doctrina; si es filosofía, lo es de modo asistemático y muy personal. Dice que su pensamiento está "marcado por la duda". Escépticamente, sostiene que no hay verdad o que tal vez todas las teorías tienen algo de verdad, porque ésta cambia con la vida y es sólo "un estado de consentimiento más o menos cómodo". Por lo tanto, todo lo que quiere o puede hacer es seguir "filosofando su duda". O sea, lo contrario de lo que afirmaba la citada Enciclopedia.
Nada de esto nos prepara realmente para lo que viene luego: una serie de relatos, parábolas o alegorías, generalmente de inspiración orientalista o helénica, que plantean cuestiones como el destino, la muerte, la libertad, la justicia. Varios de esos textos tienen vínculos muy visibles con los cuentos de sus dos grandes libros narrativos ya mencionados, pese a que están catalogados como ensayos. (Lugones ya había hecho lo contrario: en Las fuerzas extrañas incluyó su "Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones", que tiene interesantes semejanzas con Eureka: un ensayo sobre el mundo material y espiritual de Poe, 1847.) Y para complicar más las cosas, al final del libro el autor abandona la prosa e incluye siete poemas que tratan asuntos parecidos: el hastío, la felicidad, la eternidad, etcétera. Se trata, pues, de un libro caprichoso y difícil de clasificar, pero que al mismo tiempo es característico de Lugones. Lo interesante es su intención de filosofar y divagar usando un soporte narrativo, acercando así su afán de aprehender la huidiza verdad de la existencia con el lenguaje de la ficción, lo que implica un irónico comentario sobre la primera. No quiere hacer filosofía sino "filosofícula", pensar fragmentariamente mediante pequeñas fábulas. En los símbolos, mitos y leyendas que la imaginación humana inventó para entenderse y entender su posición en el mundo, hay una forma de verdad que se renueva y adapta a diversas situaciones, virtud que no encuentra en las teorías estrictamente filosóficas. Llamar a estos textos "relatos" quizá sea menos adecuado que denominarlos "mitografías" (palabra con la que presenta a un personaje de "La túnica de Neso"): fantaseos de la mente para explicar lo que no puede explicarse por vía racional.
Un buen ejemplo de cómo funciona la ficción como vehículo filosófico es el que brinda "El tesoro de Sheherezada", donde nos dice que con todas las incontables fantasías que tejió, la princesa formó la esmeralda de la esperanza y entregó así un gran tesoro a los hombres: "tales narraciones son el consuelo de la vida", al abrirnos el mundo infinito de la fantasía, con la que cada uno sueña ser otro menos pobre, más feliz, más poderoso o bello. Y es esta esperanza la que nos permite "ver el rostro de la verdad en la esmeralda de Sheherezada". En el fondo, ésta es una defensa esteticista del sentido último de la vida, que es finita y prosaica. Con una actitud filosófica que tiene resabios del pensamiento oriental y ecos del famoso "Lo fatal" de Darío, el poema "La buena senda" advierte: "No sabes de dónde vienes,/ ignoras a dónde vas." Y en el largo poema final, el futuro suicida medita con grave resignación: "La idea de la muerte es una/ soledad de pradera tranquila./ [...] Al final tienes por profunda almohada/ La eternidad. No temas por tu sueño." Filosofícula es el libro extraño de un hombre que sabía que el afán de verdad nos lleva a veces (como a él) a cometer graves errores, uno de ellos el de creer que la razón siempre nos guía e ilumina ante los dilemas que nos plantea la vida.