La Jornada Semanal, 3 de noviembre de 1996
ace casi diez años, antes de la publicación de Los nombres del aire, dijiste, en una entrevista,que procurabas rescatar "lo árabe como parte oculta [del pasado mexicano]". En tu más reciente novela haces explícito ese intento de tender puentes entre culturas. Qué similitudes y qué diferencias reconoces entre el espacio mexicano y el magrebí?
La primera similitud tiene que ver con el cuerpo mismo: físicamente, los marroquíes y los mexicanos somos figuras paralelas. El parecido es asombroso, y la explicación tiene que ver con los ocho siglos de presencia árabe en dos terceras partes de lo que es España y Portugal. Somos, en gran parte, unos andaluces alejados. Me atrevería a lanzar la hipótesis de que la manera de ser, laberíntica, del mexicano con su cortesía excesiva, y sus cinco antecámaras llenas de dobles y triples intenciones tiene mucho más que ver con el carácter árabe que con el carácter castellano, abierto y explosivo, o el carácter indígena.
El segundo paralelo es, para mí, geográfico: Marruecos está dividido en dos grandes zonas. La zona norte es idéntica al norte de México, desde Aguascalientes hasta Chihuahua: las mismas montañas, la misma semiaridez. En la zona sur de Marruecos, la región austral de la cordillera del Atlas es un desierto hermano del de Sonora entiendo éste no sólo como el del estado de Sonora, sino como el desierto geográfico que tienen en común gran parte de la península de Baja California, el norte de Sinaloa, el estado de Sonora, y Arizona.
En las artesanías hay paralelos sorprendentes: no es extraño que lo que nosotros llamamos Talavera poblana sea muy parecida a la cerámica que se hace en varias ciudades de Marruecos, puesto que la ciudad de Talavera de la Reina, en España, era una zona árabe. Lo más sorprendente es que encontramos huellas no sólo árabes, sino beréberes, hasta en los textiles de Oaxaca y de Chiapas lo cual no es tan extraño si se piensa que muchas de las formas de ese trabajo artesanal se consolidaron con la influencia de los primeros misioneros, que mezclaron sus técnicas y sus motivos con los motivos y técnicas indígenas.
Las diferencias no son menos apasionantes que las similitudes. La primera de ella tiene que ver con la sensualidad, que nuestra parte hispana ha censurado hasta el grado de dejar de reconocer lo árabe que somos. Pero para mí, aparte del descubrimiento etnológico del paralelo entre Marruecos y México, hubo también un descubrimiento involuntario de la memoria. De alguna manera, viviendo yo en Europa, al viajar a Marruecos recuperé a México en dos sentidos: en el sentido de ver una cultura gemela pero diferente, y al mismo tiempo en el sentido de rescatar una parte de mi infancia en el desierto de Baja California. En el desierto de Marruecos empecé, de pronto, a recordar cosas que no sabía que había olvidado. Fue uno de esos mecanismos de memoria involuntaria, de los cuales la literatura se ha nutrido durante mucho tiempo.
Pasando a la forma de tu novela: has admitido que Los nombres del aire es, por su estructura, el equivalente literario a una miniatura turca: cuatro personajes unidos en una composición en espiral. Qué formas exploras en tu nuevo libro, En los labios del agua?
Otra forma de espiral, desplazada a un nuevo plano: ya no sólo es un dibujo en dos dimensiones, sino que trato de que el narrador anónimo de Los nombres del aire sea uno de los personajes de los que se habla en tercera persona en la nueva novela. Al mismo tiempo, he querido que la novela sea como un azulejo árabe un zelije, cada una de cuyas piezas separadas funcione por sí misma. Al mismo tiempo, todas unidas forman parte de un juego de geometrías más complejo. Aunque no creo que ésa pueda ser, para el público, una de las cualidades del libro: es más una cosa técnica. Yo lo que quisiera es que esas cosas técnicas sean, para la gente que lea la novela, como un espacio en el que se sientan a gusto o no, sin que les importe cómo solucionó el arquitecto los problemas de ese espacio. Lo que me interesa es una historia en la que la gente pueda seguir cada una de las piezas, quedarse en cada una de las habitaciones o avanzar a la siguiente. A diferencia de Los nombres del aire, en la cual hay un ámbito mucho más cerrado, en esta novela la sucesión de espacios se va transformando, y se convierte en algo como un camino que se pierde en el horizonte siguiendo un espejismo: el espejismo erótico del deseo.
Debe haber cierto peligro un riesgo literario, digamos en el acto de sacar tu prosa del ámbito narrativo delimitado por las murallas de Modagor un lugar que existe en su propio tiempo y espacio, con leyes, inercias y mitos peculiares. Cómo te has sentido al trasladar tus historias a un dominio más asociado a la inmediatez de lo conocido?
Ése es el reto que enfrenta uno como creador. Por supuesto que lo más fácil, sabiendo ya que el espacio de Mogador puede ser fascinante para un público, es darle a ese público más de lo mismo. Pero, tal vez por la naturaleza misma del artista, uno boicotea el encanto que pueda despertar en el público, y trata de crear una seducción nueva, que está llena de riesgos y que, por supuesto, a algunos no gustará, o gustará menos. En todo caso, sigo fiel a los nuevos retos a los que pretendo enfrentarme. Al mismo tiempo, a pesar de que es muchísima la gente que me dice "Ya deja de escribir sobre Mogador, escribe sobre otras cosas!", también enfrento el reto de decir lo que me sigue interesando de ese mundo. Yo no sé si lo lograré o no, pero tengo un proyecto de cinco libros que empezó a formularse hace mucho tiempo. Cada uno aborda los mismos temas: el del deseo; el de la realidad de lo imaginario, que nos mueve a hacer, a deshacer, a ser, con la energía del deseo. Lo que consideramos real siempre es un sueño para otro. Mi deseo por una mujer puede ser un signo equívoco para ella, independientemente de lo acuciante o de lo urgente que sea para mí la proximidad de esa persona. Esa realidad de los sueños es algo que vivimos cotidianamente. Eso es lo que trato de afirmar en el libro y en la serie de libros.
Al igual que en tu novela anterior, En los labios del agua trata de una búsqueda: la del ser deseado. Pero, como en aquélla, en ésta parece confirmarse la naturaleza fugaz del deseo, la fragilidad del equilibrio que une a dos seres. Cómo resuelves esta tensión?
Para mí nunca se resuelve. El deseo es movimiento, y en ese movimiento el deseo se transforma. Ya lo estudia Proust en su gran novela, En busca del tiempo perdido: se consigue lo que se deseaba cuando ya no se desea, o cuando se desea de otra manera. Todo se transforma. Lo cual no quiere afirmar un mundo de frustración que es una palabra equívoca, sino aceptar que vivimos en la movilidad. La idea de satisfacción e insatisfacción con respecto a lo sexual es una idea equivocada que no conduce más que al malestar. Pienso que ese es uno de los errores del pensamiento que no nos ayudan a vivir. Es un rasgo muy de este siglo, muy freudiano: un sistema de pensamiento con el que no necesariamente tenemos que asociar todo lo que vivimos.
En otras ocasiones has hablado, o escrito, sobre las experiencias personales que dieron vida a la Mogador de Fatma y de Hawa. Quisiera que me hablaras, ahora, de las fuentes literarias en que abreva tu "prosa de intensidades".
Son muchísimas, como son las verdaderas influencias. Estas influencias, cuando son genuinas, pasan a través del cuerpo, te las tragas, y se transforman, y entonces parece que son otra cosa. Yo te diría que siempre he considerado que mi primera influencia, la fundamental, es Samuel Beckett. Él es, para mí, el rigor absoluto de la forma; una forma dinámica, con una completa sinceridad en lo que se cuenta. Es cambiar el concepto de suspenso en la narración por el concepto de fascinación. Es, como han hecho muchos escritores, impregnar la prosa de poesía, sin tener que ceder a las formas normales de la narrativa.
La literatura de viajeros que escriben, o de escritores que viajan, ha ejercido alguna influencia sobre tus novelas?
Por supuesto. Para mí tal vez porque durante mucho tiempo fui alguien que viajó poco fuera de México, el viaje mismo es indisociable de la literatura. El viaje es parte de la movilidad misma de la literatura, parte del interés de la literatura. Yo viajé leyendo a Proust. Viajé al leer. Y al viajar, de alguna manera, viví situaciones intensas que después transformadas, asimiladas tuve ganas de convertir en literatura. Más que el relato directo de cada uno de los viajes, a mí siempre me ha interesado ese momento en el que cualquier viajero escribe una imagen que para él es fundamental, y tiene la capacidad de transmitirla.
Volviendo a tu novela, me llaman la atención los nombres de algunos de sus personajes. El del calígrafo de Mogador, Aziz al Ghazali, evoca al místico persa...
Sí, por supuesto. Éste es, digamos, una especie de homenaje al místico sufi, Al Ghazali, el maravilloso dogmático del Islam que atacaba a los filósofos por su ilusión de que es posible el conocimiento perfecto. Yo quisiera hacer un homenaje a ese rasgo de este hombre que afirmaba la movilidad absoluta del conocimiento.
Otro nombre, el del protagonista: Juan Amado, un hombre en busca de su origen, en busca de rasgos de su pasado. Ecos rulfianos?
Más que en Rulfo, había pensado en el principio del protagonista que busca ser amado, y que, de alguna manera, lleva en el nombre su condena: el que siempre estará buscando esa proximidad de amar y ser amado. Es un poco como llevar en un nombre que es hasta cursi el rasgo de su movilidad.
El protagonista de En los labios del agua confiesa que escribe su historia para llenar con palabras e imágenes el vacío que deja una ausencia. Tú, por qué escribes?
En parte, por lo mismo. Es la ausencia que todos vivimos, y siempre estamos engañándonos creyendo que la llenamos completamente. Pero escribo también por muchas otras cosas: hay tanto el deseo de ser amado como el placer de contar una historia; tanto el desarrollo físico de hacerlo igual que en un baile, como la necesidad de perseguir los propios fantasmas, o el placer de hacer un objeto artesanal lo mejor que uno pueda. Todo eso es parte de lo que me mueve.
Hablando de vacíos, dice otro de tus personajes que "son peligrosos porque fácilmente se llenan de delirios". Qué tanto hay de delirio, y qué tanto de recuerdo, en tu construcción de Mogador?
Hay, por supuesto, mucho de los dos. La combinación de los dos se convierte, finalmente, en una obra. Lo que yo siempre he experimentado, sobre todo en las relaciones con otras personas, y especialmente en las relaciones amorosas, es que lo que uno considera más real con mucha frecuencia es simplemente un delirio. Cuántas veces sucede que uno cree entenderse perfectamente con alguien, y para uno algo significa una cosa, y para el otro, otra? Yo siempre he creído que el verdadero encuentro de dos amantes es un maravilloso malentendido. Es decir, que la relación amorosa más real es un delirio compartido. Y en ese sentido, la novela es mi orfebrería de delirios, ofrecida al público para que, tal vez, una parte de los suyos pueda anudarse con los míos.
En el libro, caligrafía y música son dos elementos constantes, que unen de manera imprevista e ineludible los destinos de los personajes. Ha dicho Jean François Billeter que la caligrafía es un tipo de música visible. Qué relación guarda tu prosa con estas dos formas artísticas?
Siempre he pensado que si se pudiera hacer un esquema de la novela tendría que ser una especie de pentagrama de música concreta, en el cual los colores, los diagramas, hablen de una composición de intensidades. La idea misma de composición, que tiene que ver con la música el que crea música se llama compositor, que tiene que ver con la composición de un cuadro el estudio de las medidas y proporciones de un cuadro es su composición, tiene que ver también, para mi alegría, con la formación de las páginas impresas. Pero tiene que ver, además, con la arquitectura. Y en gran parte, mi escritura es una escritura espacial. Y toma de las artes plásticas, de la música, de la arquitectura y de la tipografía, mucha de su energía, o de sus razones para tender hacia la abstracción.
En esta composición, la numerología es otro elemento importante.
Sí. Introducirla abiertamente es, digamos, una coquetería. A mí me interesa la geometría. Es la matriz de toda composición. En este libro me atreví a mencionar el cuadrado védico, que tiene nueve unidades por lado. Desde la novela anterior, el número nueve es un múltiplo que, personalmente, me sirve para construir gráficamente mis unidades narrativas o poéticas. En esta novela, el protagonista cree que cada parte de su vida pertenece a una geometría, y se da cuenta de que pertenece a otra, y después a otra y otra como en las fuentes de azulejos árabes, donde cada fragmento forma parte de geometrías diferentes, y eso hace que la atención se desplace. Quise ver en los libros que tengo sobre artesanías de Marruecos en qué principio geométrico está basado el diseño de los zelijes, y me encontré entonces con la traza del cuadrado védico. En la novela, he querido seguir ese esquema. No tiene que ver realmente con la historia, sino con la parte artesanal de la creación.
Sugieres en tus novelas que también el deseo tiene una cierta geometría...
Por supuesto. Qué son las relaciones amorosas? Son un problema de distancia: cuál es la distancia perfecta? El deseo de unión de lo diferente es un problema de composición, y por lo tanto un problema de geometría. Entonces el deseo, en sus trazas sucesivas, está íntimamente relacionado con la geometría.