Los médicos reciben su educación humanista del contacto con los enfermos. Ningún manual, por elocuente o erudito, sabe traducir la inefable experiencia de confrontar el dolor y el sufrimiento humanos.
El brillo que se aleja en la mirada del enfermo moribundo, la sonrisa que emana de la incipiente luz de mejoría, la mueca de dolor profundo, son resplandores únicos como conjuros, como destino, que se integran en la identidad del galeno, moldeándolo.
También el juicio de calidad más severo que enfrentan los doctores los emiten sus enfermos. Cuestionan las destrezas clínicas, su lucidez y actualidad científica, los créditos académicos que cuelgan de sus paredes, sean físicas o conceptuales. Los pacientes esperan siempre un mensaje atenuante, una frase de consuelo, quizá acompañados de sabiduría y precisión sin límites.
El médico en funciones, ya aceptado y puesto a prueba, evoca al padre o al mentor, y es así el depositario de muchas fantasías y expectativas. Se le atribuyen capacidades casi sobrehumanas en el intercambio perceptivo, porque dejamos que nos desnude con sus preguntas y revisiones. Nuestra intimidad está en juego. De ahí que la relación médico-paciente sea tan sensible, tan privada, única y extremadamente vulnerable. Nos ofrecemos ante las manos del doctor casi suplicantes, en espera de que descifre nuestros enigmas, que traiga por fin la paz y la esperanza.
Por ello, el entrenamiento médico templa tanto la memoria y el equilibrio emocional como la fortaleza física. Las sociedades han construido verdaderos templos de resistencia, los hospitales universitarios, que preparan médicos jóvenes bajo estrés constante, inexpertos y presionados bajo un régimen espartano de reclusión y entrega al conocimiento. Pero la información científica crece de manera exponencial: se publican alrededor de 3 mil 500 revistas médicas al mes sólo en inglés, francés y español, sin contar las publicaciones periódicas alemanas, japonesas y otras de idiomas menos accesibles para el médico mexicano. Es materialmente imposible mantenerse al día, aún contando con recursos renovables de informática. La respuesta que han adoptado las instituciones educativas es expander los programas: mayor tiempo en las aulas, residencias médicas más prolongadas. Esta solución tiene también su lado siniestro, pues un médico en formación recibe un menor salario y está dispuesto a los sacrificios y disciplina que impone su condición de aprendiz de brujo.
En el proceso de practicar una y otra vez sus destrezas clínicas, durante el sensible contacto con la intimidad más vulnerable de sus enfermos, el joven médico va conformando la estructura académica y la integridad humana necesarias para ejercer su profesión. Tal es su entraña más delicada, que le enseñará a revocar la presencia de la muerte, la que impregna un sentido humanista a su quehacer como restaurador de salud. Su carácter científico deriva del rigor inquisitivo, educado con apego a los textos y ejercicios clínicos, permeado de aciertos y errores, bruñido en el crisol del conocimiento y la impotencia. La tarea no es nada fácil, porque enmedio de estas exigencias, el médico en formación está obligado a salvar vidas, a creer en sus desvelos y castigos disciplinarios, a mantener el espíritu alerta y a no perder de vista la tenue luz de la perfección.
Anatole Broyard, escritor norteamericano que murió de cáncer de próstata, escribía con apasionada lucidez: ``Elegir a un doctor es complicado porque consiste en nuestra primera confrontación explícita con la enfermedad. ¿Qué tan bueno es este hombre? es sencillamente el cuestionamiento inverso de ¿qué tan malo estoy? Al estar enfermos emergen todos nuestros prejuicios y sentimientos primitivos. Como el miedo, o el amor, que nos vuelven un poco locos. Pero esta locura del paciente es también parte de su enfermedad''.
Lo que busca el paciente es empatía y seguridad, la dimensión inasible del mal que lo devora. El enfermo está siempre al borde de la revelación, de cara contra la nada, y requiere de alguien que reconozca ese preciso instante. Los médicos deben obligarse a percibir e identificar esta demanda ingente, desmenuzar la materia que compone las quejas, levantar el velo de las dudas o discernir qué se esconde tras el colapso de una mirada atemorizada que acompaña a su silencio. Las preguntas no contestadas de cada paciente resuenan en los estetoscopios como golpes, como truenos. De ahí que el médico no puede dejar de estudiar, de indagar o sorprenderse de su propia ignorancia, ésta es su contrición profesional y su razón de subsistencia. No todo paciente puede salvarse de sus males, pero el médico puede atenuar esta caída al vacío con su tacto, con su cercanía y consuelo. Al hacerlo, el doctor se salva a sí mismo, consuma el exorcismo de su propia incapacidad para derrotar a la muerte, y refrenda sus votos y los de sus preceptores en un rito de humildad sin fronteras.