Mediante un procedimiento que parece confirmar el gusto que tienen los partidos políticos por los finales cardiacos, por fin se llegó a un acuerdo para la integración del nuevo Consejo General del IFE. Más allá de las peculiares situaciones jurídicas que genera el hecho de no contar aún con la ley que aplicarán los nuevos consejeros, lo que hay que destacar por sobre todo lo demás es el consenso. Difícil por lo demás imputarle al nuevo Consejo las situaciones creadas por los retrasos de los partidos políticos. Huelga decir que la trayectoria de los nueve consejeros es lo que los acreditó para lograr el acuerdo de las partes. Enhorabuena.
Así, en atención a lo inamovible de los plazos que los propios partidos se fijaran en la primera sesión de Consejo General hubo de tomar una de las decisiones más trascendentes: nombrar al secretario ejecutivo del Instituto. El cargo recayó en Felipe Solís, funcionario con seis años de experiencia, en medio de un clima enrarecido por la premura y por las desconfianzas que aún se expresan entre los integrantes del Consejo. Varias lecciones de la primera sesión.
Parece subsistir una tensión entre un diseño institucional que en las normas privilegia (o privilegiará) la autonomía de las autoridades electorales, y la tentación palpable de los actores políticos por distribuir cuotas de poder ahí donde habría que sembrar garantías institucionales. Dicha tensión se expresa en el hecho que los nombres anteceden, o se vuelven más importantes que las normas; las trayectorias se tornan más importantes que los hábitos institucionales. En ese marco se explica la seducción por refundar instituciones por la vía de una distribución (por demás coyuntural) de cuotas de poder, y se explican también los pruritos expresados en el Consejo General para avalar cabalmente la propuesta de secretario ejecutivo que presentó el consejero presidente. Este sin embargo encarna una propuesta a contracorriente de las soluciones que convencionalmente se han dado a las desconfianzas.
Esto es así porque el cuoteo parece haber sido el ánimo que prevaleció en los debates entre los partidos sobre la nueva integración del IFE. Conviene recordar por lo demás, que si hubiera habido razones de peso para descalificar la propuesta de Felipe Solís, los partidos disponían de los argumentos y exposición que dan seis años de desempeño. No los hubo, y sin embargo la desconfianza inercial hacia los funcionarios del aparato prevalió en el ánimo de más de un consejero. Así, los acentos en el debate se ubicaban más en el apuntalamiento de José Woldenberg que en las razones de fondo de la propuesta; los avales tendían a recordar más la fatalidad de los tiempos (fatalidad que es obra y gracia de los partidos), que en la trascendencia fundadora del acto. Las condicionantes para la remoción, que por lo demás existen, se volvieron más importantes que las condiciones del nombramiento. Al final sin embargo los tonos no empañaron los fondos: el Consejo por unanimidad aprobó el nombramiento de Felipe Solís.
Por obra del azar, la premura, o en respuesta a un diseño estratégico, el hecho es que el nuevo consejero presidente del IFE (que lejos está de reelegirse como malinformadamente se ha manejado) tiene los atributos que garantizan para la autoridad electoral una línea más en favor de la construcción institucional que de la distribución de cuotas. Ya ofreció una primera prueba en su propuesta de secretario ejecutivo. En el fondo la agenda que tiene en sus manos el nuevo Consejo General es la posibilidad de construir un proyecto de autonomía política para las autoridades electorales de manera que las desconfianzas se aminoren, las trayectorias públicas pesen menos, y las instituciones jueguen el papel que les corresponde. Un IFE sin reflectores, por el bien del país, es lo que más conviene.
Ese proyecto parece estar enunciado, falta concretarlo. De nuevo: enhorabuena por los nuevos consejeros electorales.