Las elecciones presidenciales que se realizan hoy en Estados Unidos son el punto culminante de una de las campañas más apolíticas, valga la paradoja, de cuantas se han visto en el vecino país del norte. El afán de los partidos tradicionales por presentar ofertas y candidaturas capaces de convencer al mayor número posible de electores, la disputa por el centro político y el temor a aparecer como ``radicales'' --de derecha o de izquierda-- ha centrado la actividad partidista de cara a los ciudadanos en asuntos de imagen. Hoy más que nunca, demócratas y republicanos, e incluso los partidarios de Ross Perot, recurren a la mercadotecnia para ``vender'' al electorado personalidades en lugar de propuestas.
Esta particular manera de hacer política, aunada a la gran ventaja que la encuestas conceden al presidente William Clinton sobre su rival republicano, Robert Dole, ha provocado la apatía y el desinterés de los votantes, hasta el grado que se espera una masiva abstención en la jornada de hoy.
La victoria anunciada de Clinton en las urnas hace que el interés principal de los comicios se traslade a la contienda entre demócratas y republicanos por el control de la Cámara de Representantes y el Senado, en donde la competencia es mucho más cerrada e incierta.
De cualquier forma, sea cual sea la fuerza política que conquiste la mayoría en las dos cámaras del Capitolio, Clinton y sus antecesores han demostrado que se puede ser un presidente demócrata y gobernar con un congreso republicano, o un presidente republicano y convivir con legisladores demócratas, sin que ello afecte sustancialmente el rumbo del los asuntos públicos estadunidenses.
Pese a todo, el proceso electoral estadunidense tiene matices interesantes que es oportuno destacar. En primer lugar, la extrema derecha republicana no pudo imponer ni sus ideas ni su candidato y el partido trató de distanciarse de ella para no perder votos. La sociedad, por lo tanto, aunque conservadora, obligó a moderarse a los epígonos del fundamentalismo neoliberal y a los cruzados de la liquidación total del estado de bienestar.
En segundo lugar, aunque Clinton viró hacia la derecha para tratar de adaptarse a la ola conservadora con una política que muy poco le diferenciaba de los republicanos, de todos modos la base de los demócratas siguió manteniendo un lazo con el espesor histórico de la protesta plebeya contra los monopolios, que es una de las integrantes de la cultura popular democrática en Estados Unidos, y esa base votó, no por Clinton, sino contra sus propios adversarios sociales.
Finalmente, y dependiendo de la relación de fuerzas que resulte en el Congreso, Clinton podría tener ahora un mayor margen de maniobra en el terreno internacional. Esto tiene particular trascendencia para México, en la medida en que la fobia antimexicana y antiinmigrante, con todo y su difusión en el conjunto de la clase política estadunidense, es mucho más marcada y acendrada en las filas del Partido Republicano.
Por último, si los resultados electorales redimensionan a la baja el voto de la comunidad cubana de Miami, la Casa Blanca podría reconsiderar, a la luz de la presión y las protestas internacionales, la aplicación de la aberrante ley Helms-Burton, que tanto daño ha causado a la posición de Washington ante América Latina, ante la Unión Europea y ante Canadá