John Kenneth Galbraith
La guerra contra los pobres
Existen, nos gusta pensar, muchas razones del porqué la gente de otros países debería seguir de cerca la vida interna de Estados Unidos. Tenemos un papel en el mundo del cual todo buen estadunidense está un tanto consciente y más que un poco orgulloso.
Pero nuestras tendencias políticas y económicas más sórdidas también tienen una lección útil para otras tierras. Hacemos visible, a veces de forma obscena, lo que en otros países es más delicadamente, algunos dirían decentemente, ocultado.
El caso más prominente de la claridad de propósito y acción es nuestra guerra actual contra los pobres. En todas partes hay manifestaciones más o menos sutiles de este conflicto. Lo hemos traído claramente a lo abierto -en las primeras planas y en los noticieros de televisión.
La circunstancia básica común a todos los países económicamente avanzados es la distribución de la riqueza moderna, del ingreso, y de la voz política y la influencia resultante.
Erase una vez que existía la aristocracia con propiedades y los grandes capitalistas. Formados en su contra estaban las masas -trabajadores, el campesinado, los granjeros independientes. Los números estaban de este último lado. También, eventualmente, estaba un poder político sustancial.
Ahora son los relativamente afortunados los que tienen tanto los números y el dinero. Estos incluyen la gran clase administrativa que en gran parte ha sustituido a los viejos capitalistas, la vasta clase de profesionales, y los muchos viviendo muy bien en el retiro.
Los viejos capitalistas, para repetir, tenían dinero pero no números, los afortunados hoy día tienen ambos. Y como todos son así favorecidos, tienen un sentir de recompensa justificada y fuertemente merecida. Se oponen a lo que podría perjudicar o amenazar su bienestar.
Nada podría ser una amenaza más obvia a los bien dotados que la responsabilidad y el gasto asociado para con los pobres. A este fin en EU acabamos de surgir de una intensa orgía legislativa sobre el welfare (el programa social para los más necesitados).
El resultado fue una legislación que implica una privación devastadora de los desafortunados. Nadie, o siquiera no muchos, quiera decir que estaban contra pagar por los pobres; eso sería ser demasiado cándido.
El caso (argumentado) fue que nuestra asistencia persuadió a la gente de que no tenía por qué trabajar; que las mujeres, muchas no casadas, evitaban el trabajo al dar a luz; y otros sólo estaban descansando.
Pero la verdad nunca estaba muy lejos de la vista. Aquellos que montaron el ataque estaban hablando a nombre de los afortunados quienes simplemente no querían pagar. Y, de hecho, la necesidad de quitarle el peso de impuestos a la clase media duramente trabajadora fue subrayado de manera amplia.
Hay otro asunto poco más sutil, la premisa política del cuál estamos también clarificando: esto es, la respuesta política a la inflación, el desempleo y el crecimiento económico en la política moderna.
La inflación, más que el desempleo o el estancamiento económico, se ha convertido en el temor básico y perdurable de los cómodos.
Los miembros de este afortunado componente que acabo de mencionar cuentan con, en lo general, ingresos relativamente seguros. Administradores -los burócratas empresariales- sí son cesados. Sin embargo, esto es un asunto interno peculiar a la empresa particular. Usualmente no es una respuesta a una condición económica más grande. Aquí es micro, no macroeconomía.
Otros viviendo de pensiones, ahorros, viviendo de honorarios profesionales bastante confiables, están igualmente libres del temor en los hechos o en el pensamiento en torno a sus ingresos.
Lo que queda para todos es el efecto de incrementos en los precios. Ese es el peligro claro y presente y particular, si de alguna manera no está controlado. Entonces vendría, con mucho más, la eutanasia de Keynes de la clase rentista.
En contraste, un desplome cíclico deja a muchos en la economía moderna sin ser afectados; una economía de bajo rendimiento en verdad hace que las cosas de la vida cotidiana sean más fáciles. Los servicios están más disponibles, los lugares de empleo están menos congestionados -todo mucho mejor que si la economía estuviera fuerte y los precios estuvieran al alza. El desempleo y la recesión se sufren por otros; la inflación y una economía cómoda son para usted.
En Estados Unidos no hemos llegado a decir que una recesión o depresión sea algo bueno. Sin embargo, sí llegamos cerca. Hay menciones todos los días de los peligros de una economía demasiado caliente, la acción contra eso por parte de la Reserva Federal es promovida abierta y favorablemente.
El señor Alan Greenspan, el director de la Reserva Federal y percibido como la principal defensa contra este sobrecalentamiento, goza de un prestigio y apoyo político excedido sólo por el propio presidente. Tanto como podría desear el mandatario de hacerlo, no podría relevar a Greeenspan de su puesto.
El temor más grande es que sin su presencia, la inflación podría posesionarse de la economía. Nada podría ser peor. Y aun un poco de inflación es demasiado. Estamos comprometidos con la teoría del embarazo de la inflación. Igual que una amante no puede estar un poquito embarazada, un país no puede tener un poquito de inflación.
Algo siempre quiere decir más. El New York Times de este lunes, al escribir esto, tiene una metáfora diferente. Habla de una pequeña cantidad de inflación como una infección, la inflación siempre se extiende. Aunque no podemos decir abiertamente que una recesión es buena y una fuente de comodidad para un segmento apreciable y articulado de la ciudadanía, sí hay algunas cosas que pueden confesarse. Una es la virtud social del desempleo.
En otra ocasión el desempleo fue considerado adverso, casi universalmente condenado. Ahora el bajo desempleo es percibido como una amenaza seria a la estabilidad de precios y a la confianza de los inversionistas. Que se encuentre en niveles bajos recientemente, es una fuente de preocupación.
Hemos llegado a aceptar que, junto con los banqueros centrales, los hombres y mujeres ociosos son la defensa básica contra la inflación. Como están las cosas, los mercados financieros reaccionarían bien a un incremento del desempleo, un debilitamiento consecuente del mercado laboral y así de nuevo la amenaza de la inflación. Esto ahora puede decirse bastante abiertamente.
En torno a los méritos sociales de la recesión o depresión, hay más cautela. Pero aquí también algo está claro: se piensa que es mucho, mucho mejor sufrir una recesión que hacer algo sobre ella. Por mucho tiempo la solución aceptada fue el endeudamiento público para poner a trabajar a la gente. Este fue el mensaje de John Maynard Keynes, la idea central ofrecida al mundo por la Gran Depresión. En su versión original, este remedio ahora está muerto: un pequeño gesto de Clinton en esa dirección durante la última recesión fue rápidamente rechazado.
Sólo quedó sin mencionarse la razón: los políticamente influyentes, aquellos con dinero, voz, y ahora, en contraste con el antiguo capitalismo, con números, no estaban sufriendo mucho a causa de la recesión. Muchos la estaban encontrando bastante cómoda. Para que se diera una acción fiscal positiva para emplear a gente, posiblemente tendrían que pagar de nuevo. Mejor dejar las cosas como estaban o, a lo mucho, reducir las tasas de interés y los impuestos.
Las actitudes citadas están presentes en todas las tierras afortunadas. Hay gente preocupada y de compasión que las rechazan, junto con los pobres silenciosos. Quizá sea tiempo de traerlos al descubierto -para buscar el valor terapéutico del discurso claro.
En una economía moderna, permítanos decir simplemente que los ricos no quieren pagar para los pobres, que el desempleo es necesario y bueno; que la recesión puede ser tolerada, ciertamente por los muchos que no la sufren en comparación con el número más pequeño que sí. Aún la mininflación afecta a los muchos comparada con el desempleo, que afecta relativamente a pocos, y está presente este temor de que podría descontrolarse.
La recesión y una ligera depresión son aceptables; ciertamente son mejores que la posible necesidad de tener que pagar por las medidas que la pueden detener. Tal vez otras dos verdades pueden ser añadidas. Algunas gentes están hechas para sufrir. ¿Y quién pensaba que la vida económica tiene la intención de ser justa?
Por lo tanto, aquí está nuestra lección para el mundo moderno más allá. No somos tan diferentes, sólo un poquito menos discretos.
*Especial para La Jornada. John Kenneth Galbraith, profesor de
Economía de la Universidad de Harvard, ex alto funcionario del
gobierno federal y autor de numerosos libros y ensayos.