Además de ser el más importante centro político, económico, financiero y cultural del país, la ciudad de México tiene una sólida imagen como integrante de la red de centros urbanos más cosmopolitas del mundo, como el sitio de mayor concentración de excedentes económicos, servicios turísticos y recreativos y como la primera puerta de entrada a la nación de novedades en todos los órdenes --tecnología de punta, moda, corrientes culturales--. Estas percepciones, parcialmente ciertas, llevan con frecuencia a olvidar que el área urbana de la capital es, también, una vasta concentración de pobreza, miseria y marginación.
Hasta hace unas décadas un lugar común de las ciencias sociales pretendía que las naciones subdesarrolladas reproducían, en sus grandes urbes, las condiciones de vida de los países más ricos y avanzados, mientras que concentraban en sus provincias y en su campo todo el atraso social y económico que las caracteriza. Sin embargo, las realidades urbanas de México, Río de Janeiro y Caracas, por citar sólo algunos ejemplos, demuestran que esa suerte de desarrollo dual se reproduce también en el interior de los perímetros urbanos, en donde la cercanía acentúa los contrastes entre la opulencia y la miseria extremas. Estas, en efecto, conviven geográficamente en conglomerados urbanos como el de nuestra capital, avenida o barrio de por medio.
Mucha de la pobreza de la ciudad proviene del interior del país, especialmente del campo, en donde las condiciones de vida son con frecuencia mucho peores que en los más paupérrimos rumbos urbanos. Los capitalinos poco informados sobre la situación prevaleciente en el resto del país pueden y deben tomar este dato como un alarmante indicio de la profundidad y la extensión de las miserias estructurales de los sucesivos modelos de desarrollo que ha adoptado el país, pero también como una expresión de los costos sociales que han tenido las crisis de las dos últimas décadas y las políticas de ajuste emprendidas en ese lapso.
Debe reconocerse que la ciudad no ha sido capaz de rescatar de la pobreza a una buena parte de los inmigrantes que acuden a ella en busca de condiciones de vida menos desesperantes que las que imperan en sus regiones de origen. Al mismo tiempo, debe admitirse que no toda la pobreza viene de fuera, y que la ciudad, por su propia lógica económica y social, por sus procesos de especulación y explotación, es también productora de marginación y miseria. Uno de los elementos en esta lógica es, sin duda, el hecho de que los satisfactores básicos tengan, en la ciudad de México, los precios más altos del país. Otro es la creciente y ofensiva desigualdad social, suficientemente ejemplificada por el dato de que 70 por ciento de la riqueza inmobiliaria de la urbe se concentra en 10 por ciento de las familias.
Ciertamente la política urbana, en estricto sentido, no puede corregir los desajustes estructurales nacionales y las políticas recesivas aplicadas a todo el país que han colocado a muchísimos citadinos --se habla de unos 6 millones de personas-- en condiciones de marginación y de difícil subsistencia. Pero los más básicos principios humanos y éticos impiden que la urbe en su conjunto --autoridades y sociedad-- se desentiendan de las exasperantes circunstancias que afectan a la mayor parte de los habitantes de este contrastado, monstruoso y entrañable Distrito Federal.