La Jornada 7 de noviembre de 1996

Rodolfo F. Peña
Juegos de guerra

No se trata de la revelación de un plan secreto para invadir a México en los próximos años (un plan así, por definición, no se revelaría). Es sólo un ejercicio lúdico usual en los colegios y universidades de guerra. Admitamos esto sin histeria. Pero el autor del libro The next war, que por estos días sale al mercado, es Caspar Weinberger, quien fuera jefe del Pentágono con Ronald Reagan, y la elogiosa introducción es de Margaret Thatcher, la dama de hierro. Y no es un libro de memorias de hace unos tres lustros, con la narración de experiencias pasadas, sino de una hipótesis modelada según los simulacros computarizados actuales. Todo esto hace muy dudosa la pretensión de candidez y la invocación del puro juego literario e imaginativo, por otra parte impropio de alguien como Weinberger. ¿Con qué objeto publicar algo así? ¿Simplemente por razones de entretenimiento?

Desde luego, la trama argumental con que se justifica la invasión, hasta donde se conoce por los reportes de Jim Cason y David Brooks, es paupérrima y cargada de obviedades y esquematizaciones pueriles, lo que no quita que sea ofensiva para el país. Aun como simple ejercicio escolar, saca a la luz la percepción que se tiene de México en los centros estadunidenses de poder, su menosprecio profundo por nuestra soberanía, por nuestra gente y por las normas del derecho internacional; muestra, asimismo, la tentación permanente de recurrir a la fuerza cuando se juzgue conveniente. Esto no es ningún juego.

Weinberger sabe que en México, como en Colombia, hay poderosos narcotraficantes (de los que hay en Estados Unidos quizá no ha oído hablar siquiera), sabe que tenemos problemas económicos, políticos y sociales, en buena medida debidos al neoliberalismo inaugurado precisamente por Reagan y la Thatcher; sabe que ha habido aquí crímenes políticos abominables, no correspondidos por una sana voluntad de esclarecimiento, y sabe que hay grupos armados. Con esa información de agencia de viajes, imagina un magnicidio presidencial del que arranca el tumulto antes de finalizar el milenio, es decir, durante el gobierno del presidente Zedillo, apellido que en el simulacro se cambia por el de Zapata. Y sabe, por último, que el territorio mexicano es parte de la seguridad nacional estadunidense.

Conocía ya otras muchas cosas por experiencia personal. Por ejemplo, el desembarco de marines en Granada, en octubre de l983, después del golpe de Estado contra Maurice Bishop, episodio que tal vez haya inspirado gran parte de la trama. Conocía, asimismo, y se contagió de ella, la afición de su jefe por los juegos macabros, como el de mediados de l984 en Santa Bárbara, cuando durante unas pruebas radiofónicas anunció que ``Dentro de unos minutos bombardearemos Moscú'', sólo para aclarar luego que era una broma a los periodistas. Participó en el diseño de otro chiste fúnebre, la guerra de las galaxias, y en los nada ficticios ni graciosos bombardeos a Libia en l986, como castigo porque su gobierno era ``responsable del terrorismo internacional''. Así pues, es muy probable que Weinberger no esté aspirando al Nobel de literatura, sino sencillamente a la acción.

Para México la idea de sufrir una invasión no es ninguna quimera. De hecho, el país ha sido ya invadido sin mucha resistencia por las transnacionales, por la cultura y los hábitos consumistas estadunidenses, y nuestra economía se ufana de su subordinación. En este dominio, Weinberger anda ayuno de noticias. Pero siempre queda la posibilidad de que los mexicanos acaben por no consentir esa integración más o menos furtiva y que carezcan de medios democráticos para expresar su descontento. Entonces no sería descabellado prever algunos desórdenes, y la solución Weinberger, u otra parecida, centellearía en las computadoras del Pentágono. Tal vez valdría la pena entrar al juego de las hipótesis bélicas defensivas y ver si cabe aún alguna opción de soberanía. Se nos conceden entre tres y seis años para pensarlo.