Después de las repetidas turbulencias de los últimos años, el proyecto gubernamental de ``retorno a la normalidad'' parece prosperar. Hoy asistimos a una operación en gran escala para revertir en todos los órdenes la deslegitimación del sistema político mexicano y frenar a toda costa cualquier iniciativa que no venga de arriba.
Los mecanismos más visibles de esta restauración conservadora van en el sentido de preservar varios pilares de la reproducción del antiguo régimen y lograr un responsable acotamiento de la vida pública dejándola exclusivamente en manos de la clase política (legitimada por un mínimo del amañado padrón electoral): manteniendo fuera al grueso de la ciudadanía y de la población en la toma de decisiones. Lo nuevo de esta restauración consiste en que los ``oponentes autorizados'', en este caso los partidos de oposición, han decidido ocupar cómodos lugares en una embarcación que de todas maneras y por otras razones se hunde. La lla-mada ``reforma del Estado'', que es en realidad una mínima reforma electoral para seguir asegurando la hegemonía priísta, consiste principalmente en dejar fuera, con el aval de la antigua oposición, cualquier iniciativa ciudadana que atente contra la perpetuación del antiguo régimen. La transición a la democracia fue virtualmente borrada ya del vocabulario del PAN, del PRD y del PT: simplemente ``ya no hace falta''.
El nuevo pacto excluyente se da en el contexto del fracaso de las negociaciones de San Andrés entre el gobierno y el EZLN, sobre todo a partir de marzo, cuando el gobierno de Zedillo decidió escamotear los temas de discusión en la mesa sobre democracia y justicia, considerando que éstos sólo eran de la competencia de las cúpulas de los partidos, trasladando el debate, con la anuencia de la clase política, a las oficinas de Bucareli. Hoy, ese proceso diferido concluye con una reforma electoral que garantiza la inequidad en las elecciones (``lo más que se podía lograr'', como patéticamente declaró el presidente del PRD...) y que permite un mayor espacio y aceptación de las manipulaciones electorales del gobierno, sobre todo en el corto plazo (1997). La incubación dio a luz un activo engendro legitimador, una reforma basada en cuotas diferenciales favorables a la ``mayoría'' (que a su vez es producto como tal de las irregularidades anteriores) y ha legitimado de un solo golpe situaciones extremas como la permanencia en el gobierno de Tabasco, y de otros estados, de delincuentes electorales, cuyo poder proviene precisamente de esas inequidades hoy aceptadas por la servidumbre voluntaria de las cúpulas partidarias. Para colmo, tenemos como ``nuevo resultado'' un Instituto Federal Electoral hegemonizado por el PRI --como en los viejos tiempos, y a una serie de ``consejeros'' designados desde arriba que, según esto, ``nos representan''...
Este estancamiento de los procesos que conducían a la transición y que han vuelto a recaer en la ``reforma gradual'', parece centrarse en tres espacios: la debilidad real de los partidos políticos y la forma en que han sido digeridos por el sistema (su alineamiento alrededor de un partido oficial ``reformado'', a cambio de algunas pequeñas prebendas, las pocas a las que se sen-tían con derecho...), la cada vez más evidente inexistencia de fuerzas sindicales, ya no digamos independientes, sino incluso como tales, y las efímeras movilizaciones de la llamada ``sociedad civil''. Esta, compuesta en su mayoría de gente de clase media, se ha desgastado y desbandado en un ambiente de marasmo y desilusión ante la imposibilidad de construir valladares más efectivos de oposición al viejo orden. Es en este clima de impunidad y de cerco en que surge un nuevo grupo armado con indudables conexiones con un ``sótano'' social resentido, cuyas posibilidades de ser tomado en cuenta por las buenas son cada vez más lejanas.
En este contexto, llamar a un diálogo nacional resulta difícil, pues en la dispersión de los esfuerzos opositores pesan más los compromisos adquiridos de antemano en negociaciones parceladas de cada quien con el gobierno, que las tendencias que empujen realmente hacia una nueva correlación de fuerzas. Lo grave es que sin este escenario no habrá cambio, y sin cambio --en un horizonte de cada vez mayor exclusión de las mayorías de la vida pública-- tenemos asegurado un futuro de violencia y militarización sin salidas alternas. La transición a la democracia sigue esperando, y al ya no ser una demanda de la oposición tolerada, buscará, como el agua, nuevos canales de expresión y de salida. Más que nunca hace falta una propuesta articuladora y un proyecto civil que no sea el de la clase política ligada por múltiples lazos al antiguo régimen.