Para Sergio Zermeño y Antonio García de León, a cuyos textos del sábado y de ayer me adhiero
La palabra estuvo de moda entre los profesionales de la política. Casi todos la usaron para no hablar de la reforma del Estado o, como la llamaba Colosio, de la reforma del poder.
Se trataba de evitar que tales reformas llegaran a iniciarse, y el término transición sirvió entre otras cosas para cancelar la posibilidad de su inicio.
Transición definió entonces al conjunto de maniobras y chicanas concertacesionadas entre Gobernación y las cúpulas partidistas para más o menos reformar la ley electoral.
Se trató de acostumbrarnos a que en México la democracia sólo puede ser electoral y dentro del bipartidismo de Estado, apoyado abierta o rebuscadamente por una oposición profesional aproximadamente de izquierda que cuida bien de las migajas patrimoniales que se le han concedido. Y a la larga, de hacernos aceptar al IFE de hoy, conformado por personas cuya ética se considera incuestionable, no obstante lo cual aceptaron representar a la ciudadanía sin que ésta fuera consultada. Y a pesar de que para designarlas fueron precisas la interpretación abusiva de la ley discriminatoria y la anulación del reglamento para cancelar la votación secreta en que algunos diputados del Señor Presidente iban a rebelarse.
El uso del vocablo transición está hoy prohibido entre los miembros del Ejecutivo, sus operadores legislativos, sus votantes automáticos en las Cámaras y quienes, desde la oposición leal o más o menos son fieles al poder central y presidencialista.
Porque transición evoca el proceso español iniciado con la desaparición de Franco. Para los puristas del discurso oficial, en especial para quienes marcan sus líneas y elaboran su fraseo fundamental, la sola palabra transición evoca el fin de las glorias del corporativismo español de cuatro décadas. En su visión del México contemporáneo, las casi siete decadas del gobierno priísta de los fascios son la quintaesencia de la democracia perfectible y en mejoría sistemática con cada reforma electoral hecha al gusto del partido prácticamente único, y para satisfacer sus exigencias de control permanente y de disponibilidad del dinero ciudadano.
Quienes aceptan este juego desde los partidos y desde el IFE renovado, pese a la autoridad moral e intelectual que individualmente puedan tener, no parecen concebir la posibilidad de una transformación real de nuestra dictadura perfecta. Y cuando hablan de construir un régimen de partidos parecen ignorar que un régimen de partidos tiene que ser de ciudadanos y de ciudadanas que participan directamente en la toma de decisiones. No a través de presuntos representantes que no han sido electos por la ciudadanía, que no reciben su mandato de ella, y que jamás la informan.
Los representantes de la ciudadanía en el IFE fueron designados por legisladores que representan al Ejecutivo y, en el mejor de los casos, a las cúpulas de sus partidos o a sus propias corporaciones al interior de ellos. El hecho de que los actuales consejeros del IFE hayan aceptado tal designación incluso antes de que concluya el proceso legislativo en que ha de quedar definido el estatus de la institución (no precisamente autónoma) en que funcionan, muestra que, en efecto, transición es ya una palabra hueca. Porque México no está transitando electoralmente hacia ninguna parte; simplemente está modernizando las técnicas priístas de dominio político.
Al comparar el proceso que algún día se llamó de transición mexicana, con la transición española de hace dos décadas, el uso del término es en verdad inexacto: con una muy benévola voluntad, en todo caso el México de hoy se halla en un proceso similar al de los días que antecedieron a la muerte del Caudillo por la Gracia de Dios.
Vista la cosa con mayor ecuanimidad, sólo algunos negarán que los 70 años del PRI pesan, incluso sobre quienes se ostentan como portadores del buen juicio y la imparcialidad, mucho más que los menos de 40 años de franquismo. Y fundamentalmente en el mismo sentido de 1929, tan semejante al del espíritu falangista del 31 de julio.