El Consejo Supremo Electoral de Nicaragua ha confirmado, luego de una larga demora, la victoria del ultraconservador Arnoldo Alemán en una elección que, nuevamente, reveló la división casi por mitades del electorado nicaragüense y, por lo tanto, quitó la mitad del consenso al vencedor.
Para colmo, a la insatisfacción de los sandinistas, que se movilizan para recuperar en las calles el terreno perdido en las urnas y mantener su unidad lesionada por la derrota, se unió una larga serie de irregularidades en el proceso electoral que, a los ojos de los opositores, quita legalidad al gobierno entrante. La ligereza, por lo menos, de los numerosos observadores internacionales que vigilaron la corrección de los comicios y que se apresuraron a declarar pocas horas después del cierre de los mismos que todo había sido legal y regular, agrava aún más las cosas, ya que ellos habrían debido ser una garantía de arbitraje imparcial y estabilizador mientras que su sentencia ahora carece de la suficiente credibilidad.
Esta división del país y esta inestabilidad tiene, sin embargo, contratendencias. En primer lugar, si Alemán ganó fue en buena parte por el temor de un sector numeroso del pueblo nicaragüense a la reanudación de la guerra civil, en caso de victoria sandinista. Los mismos sandinistas tienen tanta conciencia de este factor que basaron toda su campaña electoral en la conquista de una nueva imagen de paz y de moderación. Es por lo tanto difícil que ahora extremen las movilizaciones y empujen hacia la desestabilización del nuevo gobierno. Más bien, con el desconocimiento del gobierno de Alemán y con la presión social y callejera no parecen tanto inclinarse hacia la constitución de un doble poder -que no podrían ni desean constituir- sino hacia la negociación desde una posición de fuerza relativa, por lo menos para cambiar los resultados oficiales en Matagalpa y en Managua. Además, en la presión sobre Alemán para contener y limitar la aplicación por éste de la política prometida, y en la exigencia de nuevas elecciones en esas dos ciudades, hay de todos modos un reconocimiento implícito de la legalidad de un gobierno que se ``desconoce'' y hacia cuyo bloque social se tendieron toda clase de puentes políticos, económicos e ideológicos durante la campaña electoral reciente del FSLN.
Por otra parte, la conciencia -por parte de Arnoldo Alemán- de cuál es la relación de fuerzas y de que la situación social imperante (y sus propias políticas) tienden a reforzar a la oposición, así como la comprobación de que existe una base para negociar con la dirección sandinista, hacen que sean probables una serie de concesiones al FSLN, al menos en los ritmos y formas de la ejecución de las políticas conservadoras contra muchas de las cuales los sandinistas no ofrecen alternativas.
De modo que lo más probable es que Nicaragua siga en la inestabilidad política que profundizará la crisis económica y continúe como el punto más crítico de toda Centroamérica. La crisis de la dirección sandinista, que la llevó a perder el gobierno en 1990 y que se profundizó desde entonces, es paralela hoy a la crisis socioeconómica y a la del bloque conservador. De esa especie de ``empate'' actual debería salir la reconstitución pacífica de la Nicaragua del futuro