La Jornada 9 de noviembre de 1996

Raymundo Mier
Córdoba: elogio de las sombras

En 1797, Cesar du Marsais escribió: ``Créense interesados los príncipes en la ceguera de sus súbditos con vistas a perjudicarles impunemente y llevarlos de un golpe a las tinieblas, sin peligro para sí mismos: entonces, como una tropa indisciplinada, las naciones se baten sin orden y se destruyen a sí mismas sin ningún fruto, y los tiranos sucumben sin hacer que desaparezca la tiranía''. La comparecencia de Córdoba Montoya ante el grupo de diputados devuelve a la reflexión de Du Marsais un relieve particular en este momento.

La escenificación de Córdoba se parece demasiado a la de Salinas: de la misma manera que Salinas no dudó en montar una escenografía teñida con un patetismo infantil y se hizo retratar en un cuarto indigente y con unas ropas casi en jirones mientras anunciaba su inocencia y su huelga de hambre para ``lavar su nombre'', para clamar la inocencia ante sus responsabilidades jurídicas y el ``error de diciembre'', Córdoba no vacila en bordear la ridiculez al llegar en taxi a la comparecencia también para ``lavar su nombre'' y reclamar su inocencia, no mediante la exhibición de pruebas sino arrojando al rostro de los otros la inexistencia de rastros de su actuación política real.

Llama la atención el contraste extremo entre el actual despliegue escénico de Córdoba y el ocultamiento y la oscuridad en los que siempre se desarrolló su actividad política, que se conjugaba y confundía con la del propio Salinas. Córdoba y Salinas despliegan la comedia abyecta de su humildad frente a un pueblo degradado por la pobreza y orillado a asumir impotente la abyección en que lo sumen las complicidades gubernamentales.

Ahora Córdoba exhibe como argumento de inocencia la propia oscuridad de su gestión, usa como argumento para ``limpiar su nombre'' las bendiciones de su actividad emboscada que borró todas las huellas de su ejercicio político. Esa oscuridad, esa inaccesibilidad, esa penumbra sirve ahora a Córdoba como amparo y argumento de autoridad. Esa desaparición de los vestigios de su desempeño oscuro del poder, que fue su instrumento para llevar a la exacerbación el ejercicio mismo del poder, se transforma, inscrito en el escenario que él mismo monta, en prueba de inocencia.

Pero ahora, ese juego de ocultamiento que duró todo el sexenio anterior experimenta una radical metamorfosis, se troca en mascarada: Córdoba nunca rehuyó la abyección que suscitaba en la nación la violencia y el despotismo de su acción silenciosa y sin vestigios; más bien, se benefició de esa abyección, fundó en ella una zona oscura de potencia que acrecentaba su eficacia política. Ya se sabe: la tiranía se afianza en la arbitrariedad que queda al margen de los testimonios, de la memoria. No hay, no puede haber en el seno de la burocracia memoria material de las zona crepuscular de decisiones de un poder incalificable. Weber había advertido ya que la crudeza del ejercicio burocrático del poder se sustenta en el secreto inherente a la gestión misma de la burocracia.

La violencia inusual de la comedia de Córdoba consiste en exhibir como virtud pública esa violencia capaz de mantener en secreto los actos más abyectos del poder, en hacer del poder de borrar las huellas de los propios actos y las propias responsabilidades una clave para reclamar la pureza del nombre, en hacer de la capacidad para suprimir la memoria y los testimonios del ejercicio político, el recurso para incriminar desde el privilegio de un autoritarismo aún intacto a quienes piden que se arroje luz sobre esa oscuridad.

Es una vuelta de tuerca al régimen de cinismo de nuestro aparato político. Si el cinismo consiste en admitir y exhibir como deseable y eficaz un acto considerado reprobable, para entonces exaltar la volatilidad de los valores, las virtudes de la moral transitoria, mutable y moldeable a voluntad con el único fin de preservar el poder político, entonces el acto de Córdoba es una torsión extrema del cinismo. Córdoba no exhibe sus actos reprobables, no elogia su eficacia. Comparece públicamente para exaltar las virtudes políticas del ocultamiento de actos inciertos, de dudosa calidad ética; Córdoba se presenta para imponer a los demás el sinsentido de pedir que una gestión fundada en el ocultamiento se haga visible. Hace patente la inutilidad, e incluso el peligro, que entraña expresar una palabra que reprueba la oscuridad de la gestión del poder. Córdoba exhibe su seguridad y su sonrisa mientras impone a los otros el silencio ante un despotismo que degrada su propia memoria; hace de su gestualidad desafiante, ahora sí plenamente visible, el signo de esa amenaza del poder sin memoria y sin raíz, sin testimonios ni evidencias, que se pavonea ante la expresión pública de la necesidad de una razón política.

En su respuesta a El Príncipe, de Maquiavelo, Federico II escribió: ``Sixto V, Felipe II, Cromwell, pasarán a la Historia como hombres hipócritas y emprendedores, pero nunca como virtuosos. Por hábil que sea un príncipe, y aun cuando siguiera todas las máximas de Maquiavelo, no puede conferir a sus propios crímenes el carácter de virtud que él mismo no tiene''.