Jordi Soler
El pabellón de los suicidas
Es natural pensar que Buddy Holly no quería morirse cuando se desplomó con todo y su avión, o que Marc Bolan no buscaba suicidarse cuando estrelló su automóvil contra un árbol. Holly tenía 22 años, ya era grande si consideramos que su colega Ritchie Valens, quien murió en el asiento de junto, tenía 17.
En cambio, es muy difícil saber si Shannon Hoon, el cantante de Blind Melon, andaba buscando el final cuando se aplicó una sobredosis. Meses antes su compañía disquera le había puesto un policía personalizado que lo seguía por todas partes, con el objetivo de impedir, incluso por la fuerza, que la estrella consumiera sustancias bizarras. Esta nana medía más de dos metros, tenía bigote y se llamaba Bobolou. Un solo descuido bastó para que el cantante se sobredosificara: ¿accidente?, ¿suicidio?; optar por cualquiera de las dos es una verdadera arbitrariedad.
Otros dos casos similares rondan, todavía sin resolverse, por el ``disco duro''(o mejor ``la memoria'', para utilizar un término más nostálgico) del rock: Jimi Hendrix, quien a los 27 años murió sobredosificado en su habitación, dejó una rola que ha torcido, durante más de dos décadas, el rumbo de su ficha necrológica. El título es Angel y la letra sostiene que al día siguiente ese angel lo conducirá, alado, y al lado de su madre, que estaba en el cielo. La hipótesis del suicidio, vía la sobredosis, fundamentada en estas líneas parece un intento por buscarle tres pies al final de su vida; pero la verdad es que la otra opción, la del accidente, puede ser igual de gratuita si tomamos en consideración que nadie presenció el momento de su muerte. Como dato adicional de esta historia que probablemente no termine nunca, agregaremos que Jimi Hendrix grabó nada más cinco álbumes, y que después de su muerte se han editado más de 300, sin contar las ediciones pirata. Otra sobredosis poco transparente fue la que se aplicó el Sex Pistol Sid Vicious (que en español bien podría ser Cid, como el Campeador). A diferencia de Hendrix, Vicious murió en medio de la multitud que le daba cuerpo a una fiesta en Manhattan. Dos elementos, que pueden ser uno solo, dispararon la suspicacia de los expertos: el 11 de octubre de 1978 la novia de Sid, Nancy Spungen, murió de un nunca comprobado accidente, en una habitación del hotel Chelsea. Sid se sobredosificó tres meses y medio después. Hasta aquí tenemos un caso cerrado, siempre y cuando no tomemos en cuenta la declaración del gerente del hotel acerca del asunto: ``Creo que la muerte de su novia Nancy ha sido lo peor que le ha pasado al Chelsea, mi opinión es que se trataba de un pacto suicida y que él no cumplió con su parte''. A manera de complemento, para que esta historia incompleta (siquiera) se abulte, hay que decir que Sid Vicious tenía 21 años cuando murió; y un bulto más, llevaba diez años rentando su habitación en el hotel Chelsea.
Un suicidio clarísimo, lejos de Hendrix y de Vicious, y más lejos todavía de Bolan y de Holly, fue el de Ian Curtis, cantante, artífice y espíritu de la banda inglesa Joy Division. A los 24 años, en la víspera de su primera gira por Estados Unidos, Curtis puso en la tornamesa de su habitación el disco The idiot, de Iggy Pop, y metió en la videocasetera la película Stroszeck, de su muy admirado Werner Herzog. Con esta mezcla demencial funcionando como fondo, el cantante procedió a ahorcarse. Para completar esta historia completa, es necesario agregar que Joy Division, la banda que abandonó Ian Curtis, fue prohibida en varios países con la idea de no darle alas a la ola de suicidios que provocó su muerte. ¿Alas a la ola? Lola sale sola en las alas de la ola.
En medio de Ian Curtis y de Vicious más Hendrix, o para decirlo mejor: entre el suicida claro y los suicidas difusos, está Kurt Cobain, el cantante de Nirvana que estelarizó el capítulo anterior de este mismo espacio. Cobain murió de un escopetazo; el asunto puede cerrarse, a condición de que se ignore que antes del plomo, su cuerpo recibió una dosis mortal de heroína con valium. La dosis era mortal, pero Kurt no se murió. En la carta de despedida que colocó sobre un montón de tierra explica que como ya es incapaz de sentir absolutamente nada, ninguna emoción, no le queda otro remedio que quitarse la vida. Volteando el argumento tenemos el siguiente resultado: ``no sentir nada es estar muerto, hagámoslo oficial''; o si no: ``lo único que me queda por sentir es mi propia muerte''. Este argumento volteado, estas dos frases especuladas, encajarían también con el final de Jimi Hendrix y de Vicious el Campeador: si alguien las hubiera oído, estos dos personajes pertenecerían al ilustre y exiguo pabellón de los suicidas del rock. Para abultar más esta historia, que es francamente la de nunca acabar, imaginemos que a Kurt Cobain sí le hubiera funcionado la dosis mortal y que se hubiera muerto sin necesidad de estrenar su escopeta Remington: ¿sería un suicida?.