Eduardo Galeano
La botella

En la mañana de su desdicha, Jorge Pérez se echó a caminar. Caminó sin saber por qué, sin saber a dónde, obedeciendo a sus piernas, que estaban más vivas que él y se movían sin consultarlo.

Aquella mañana, Jorge se había quedado sin trabajo. En un santiamén, y sin explicaciones, había sido echado de su empleo de muchos años en la refinería de petróleo. Y al llegar a casa había recibido carta de su único hijo, que era toda la familia que le quedaba. El hijo le decía que se sentía de lo más bien navegando en alta mar y no pensaba volver.

Sin nada, sin nadie, Jorge se echó a caminar a la hora en que nada ni nadie hace sombra en el mundo. Bajo el sol vertical, las piernas lo fueron llevando a lo largo de la costa sur de Puerto Rosales. Y por allí andaba, mirando sin ver, cuando le golpeó los ojos el fulgor de una botella atrapada entre los juncos. Jorge se agachó en el barro y la recogió. Era una botella de vino, pero no era vino lo que tenía adentro. En la botella, cerrada con tapón y lacre, había papales. No hay dos sin tres, temió Jorge, pero más pudo la curiosidad. Rompió el pico contra una piedra y encontró unos dibujos, algo borroneados por el agua que se había filtrado. Eran dibujos de soles y gaviotas, soles que volaban, gaviotas que brillaban. También había una carta, que había venido desde Bahía Blanca navegando por el mar y estaba dirigida a quien encuentre este mensaje:

Hola, soy Martín.

Yo tengo ocho anios.

A mí me gustan los nioqis, los huebos fritos y el color berde.

A mí me gusta dibujar.

Yo busco un amigo por los caminos del agua.