La Jornada Semanal, 10 de noviembre de 1996
En La montaña mágica, Thomas Mann
introduce un personaje extraño, llamado Leon Naphta, quien se
tropieza con el progresista italiano Settembrini, francmasón,
discípulo de Carducci, militante por la paz, partidario de la
Ilustración, de la educación laica y miembro de una
"liga internacional para la organización del
progreso". Naphta es un judío converso que más
tarde ingresa a la orden jesuita. Su padre, en medio de un tumulto
atroz, ha muerto crucificado. Así que Naphta no cree en el
progreso, ni en la paz, ni en la acción humanitaria, ni en la
moral, la política, los derechos del hombre o los derechos de
los pueblos a dirigir su propio destino. No cree, pues, en ilusiones
que él considera peligrosas; tampoco cree en lo que, a sus
ojos, son ofensas a la verdad del alma. En su frenesí
mesiánico, llega a predicar las virtudes del
analfabetismo. Contra los ideales "occidentales" de
Settembrini, profesa una especie de quietismo que él mismo
califica de "oriental": una especie de misión
terrorista encaminada a restaurar un mundo premoderno donde el trabajo
tenía un valor virtuoso y la acción no era más
que el preludio a la contemplación; un mundo donde sólo
contaba el destino; un mundo ajeno al "reino satánico del
dinero y sus negocios".
"La ciencia", continúa Naphta, "es una fe, como las demás, aunque más estúpida y maligna que cualquier otra [] No hay conocimiento puro [] La fe es el órgano del conocimiento; el intelecto es secundario. Una ciencia sin premisas es un mito", y agrega: "Si los signos no nos engañan, la escolástica será reivindicada [...] Copérnico caerá vencido por Ptolomeo."
Al igual que Naphta, el hombre del fin de siglo siente miedo. No cree en el progreso pero, por si acaso, trae una calculadora en el bolsillo; construye su casa en las zonas magnéticas favorables; consulta a los astrólogos y los videntes (sobre todo si es un político); si es un hombre de ciencia, medita gustoso en el "tao de la física"; si es un ciudadano común, piensa que Copérnico, Newton, Darwin y Einstein han blasfemado contra Jahvé. Entre la magia y la razón, predomina la angustia.
Vivimos un materialismo vulgar, somos animistas hasta los huesos, no creemos en nada y lo devoramos todo. Cuando andamos sobre la superficie de la Tierra amenazada, nos parece escuchar el gemido de las piedras a nuestro paso y tratamos de disculparnos por nuestra impertinencia. Olvidar la razón no significa solamente confiar nuestro destino a la ouija; significa sobre todo que hemos abandonado la esperanza de comprender la realidad política y social. Implica dejar de percibir el mundo en función de individuos y grupos, y hacerlo en cambio en términos de fuerzas anónimas, inhumanas e incontrolables.
La verdadera civilización no se distingue únicamente por la conquista del espacio ni por una organización eficiente para combatir una enfermedad epidémica; tampoco adquiere significado total cuando la mira el poeta. Y, sin embargo, es en la ciencia y en la poesía donde radica el conocimiento esencial que podrá llevarnos a encarar el dilemaque planteara Malraux: el tercer milenio será religioso o no será.
No olvidemos, mientras tanto, que ambas, poesía y ciencia, son, en el fondo, escritura. Si Afrodita representa la belleza ideal, el accidente que es la historia ha determinado la eterna imperfección de su figura escrita en la piedra de Milo. Sus brazos perdidos son la poesía y la ciencia, no las que ya son sino las que habrán de ser. No el verso que ha sido escrito, sino el que aún flota en la mente del trovador o del improvvisatore; no la pregunta resuelta sino la voluntad en el tiempo. No la técnica lista para ser ejecutada por los aprendices de brujo o los agentes brutales del fatum, sino el sentido de la historia.
En este número los lectores han podido ver un panorama, quizá sorprendente e inesperado, de la belleza inacabada y frágil que comparten la imaginación literaria y la imaginación científica, pues lo contrario a la violencia no es la tolerancia, es el pensamiento vigoroso.
La Jornada Semanal, 10 de noviembre de 1996
Después de encontrar en un poema de Tennyson líneas que
decían "Every minute dies a man/Every minute one
is born", el ingeniero, pionero de la computación y
matemático inglés Charles Babbage se sintió con
la libertad de escribirle al poeta (asistente ocasional a sus famosas
cenas en las que otros comensales solían ser Lyell, Darwin,
Carlyle, Thackeray, Herschel, y el norteamericano Longfellow) y
recomendarle una ligera modificación que eliminaría
cierta inexactitud en el dístico. De ser verdadera la
afirmación que contenían los versos, escribió
Babbage, la población humana permanecería estable, pero
es un hecho conocido que ésta tiende a crecer.
El cambio propuesto al poeta por el ingeniero, basado en las estadísticas a mano, resultó un tanto sordo poéticamente: "Every minute dies a man/And one and a sixteenth is born". Babbage agregó en su misiva el dato de que la cifra exacta de nacimientos por minuto era 1.167, pero algo debe sin duda concederse, reconoció, para cumplir las leyes métricas. Tennyson cambió el poema pero no lo estropeó. En su siguiente edición éste leía: "Every moment dies a man/Every moment one is born". La vaguedad del término "moment" elude el problema al que la precisión (posible) de "minute" lo condujo.
He narrado esta anécdota ante amigos científicos y ante escritores. La reacción no podría ser más distinta entre ambos grupos. Los segundos suelen reírse ante la ingenuidad que perciben en Babbage. Los primeros creen que el ingeniero tuvo razón en corregir el descuido del poeta. La sabiduría de la solución de Tennyson, que esconde una espléndida moraleja, suele escapar a ambos bandos: no es la vaguedad o la precisión lo que cuenta, tanto en ciencia como en poesía, sino la lucidez que permite obtener el efecto deseado. Era "momento", no "minuto" la mot juste, y Babbage ayudó a mostrarlo.
Francis Galton fue el otro ilustre nieto del genial Erasmo Darwin. En contraste con su famoso primo, Galton poseyó una magnífica imaginación tanto visual como cuantificadora, que lo hizo uno de los pensadores más originales del pasado siglo. La forma en que lograba construir modelos complejos y elegantes basado en intuiciones geométricas o aritméticas simples es legendaria, y muestra con creces que es absurdo equiparar el movimiento del siglo XIX hacia la cuantificación en las ciencias con la esterilidad imaginativa. El papel del símil, por ejemplo, en la imaginación numérica puede ser tan crucial como en la metáfora. Narra Galton en su autobiografía cómo aprendió muy pronto a respetar la palabra "millón". Paseando por una calzada con árboles tupidos de flores en ambas aceras decidió de pronto hacer el cálculo ocioso de cuántas florestenía, aproximadamente, cada árbol. Haciendo un conteo cuidadoso llegó a la cifra de alrededor de 200 flores por árbol. Con árboles a ambos lados y separados entre sí por unos cinco metros, la calzada se veía completamente cubierta de flores hasta donde la vista le alcanzaba, unos dos kilómetros. Y esa multitud de flores, pudo sin esfuerzo calcular, era apenas una fracción pequeña de un millón, que requeriría 12 kilómetros y medio de árboles similarmente tupidos para desplegarse. "Desde entonces escribió Galton, cada vez que uso la palabra 'millón' me intimida la visión de la inmensa arboleda florida que evoca."
El meteorólogo distingue la agilidad (los ritmos y tiempos) de los meteoros atmosféricos de la lentitud de los cambios en los océanos. Para hacernos palpable el contraste, llama "bailarina" a la atmósfera y "alpinistas" a las corrientes marinas. Virtudes como ser veleidosa (metáfora que fue y vino) o ser tenaz se administran y aquilatan en su charla, lo que poco a poco afina nuestra percepción de la percepción que el científico tiene de sus modelos, e indirectamente, del incontrolable carnaval que quiere modelar.
El Tiempo en la Biología es uno de los ensayos más admirados de J.B.S. Haldane (en México lo hizo traducir Eli de Gortari, y es un poeta, David Huerta, su principal difusor). La clara y elegante exposición que se hace ahí de lo que implican los cambios de escala (o dimensiones) espaciales y temporales en los distintos dominios de la investigación biológica es no sólo una eficaz crítica del reduccionismo simplón, sino una inspirada apología de lo que podríamos llamar un politeísmo científico. Ningún "corte" que hagamos sobre la multiplicidad de lo viviente puede privilegiarse. Cada uno ilumina una zona, nos muestra una red de sucesos que podemos describir en cierto rango espacio-temporal. Ninguna descripción agota el fenómeno viviente. La convivencia de varias de ellas nos va creando una imagen aditiva (no reduccionista), o mejor, una serie de imágenes complementarias que se acercan a ser no verdaderas sino fieles a su objeto, o como algunos dicen: objetivas. Hay una enseñanza en esto para el artista, creo yo.
Lo anterior me recuerda un pensamiento de Nabokov, que me atrevo a llamar complementario al de Haldane: "Parece haber, en la escala dimensional del mundo, una especie de sutil sitio de reunión entre la imaginación y el conocimiento. Un punto al que se llega encogiendo lo grande y magnificando lo pequeño, y que tiene una naturaleza específicamente artística."
Como un Galton de nuestros tiempos, el físico Richard Feynman poseyó una imaginación peculiar. En sus divertidos e inteligentes libros de memorias (Surely you're joking Mr. Feynman es el más conocido) hace especial énfasis en su constante esfuerzo por lograr representarsede un modo vívido y visual, capaz de aprehender de golpe, las estructuras matemáticas más abstrusas y complejas.
Quizá sea difícil encontrar algún personaje más palurdamente antiintelectual y despreciativo de lo literario y humanístico (aunque no del arte visual o musical) que Feynman. Pero sería un error caer en las simplonas y efectistas provocaciones de este señor y negarnos el acceso a su genio. Un poeta inteligente que siga con atención la manera rigurosa, precisa y bella en que Feynman reinventa sus teorías matemáticas con estructuras y modelos más accesibles, en ese ejemplar librito de divulgación que es QED, sabrá que hay una red de similitudes profundas entre los intentos del físico creativo por dar forma a su conocimiento, y los suyos.
Feynman escribió: "Todo lo que se refiere a la imaginación en la ciencia es a menudo mal entendido por personas de otras disciplinas... [Nosotros] no podemos permitirnos imaginar cosas que están en clara contradicción con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto, imaginar es difícil. Uno tiene que pensar en algo que no se ha visto ni escuchado jamás, y al mismo tiempo los pensamientos están como ceñidos... limitados por las condiciones de nuestro conocimiento de la naturaleza. El problema de crear algo nuevo y consistente con lo anterior es de dificultad extrema."
Si introducimos un par de cambios en el léxico (ciencia por poesía, leyes de la naturaleza por leyes del verso), y sin tensar demasiado la analogía, podríamos construir una imagen especular más que interesante: La imaginación y el rigor, el poder de evocación y referencia concentradas dan cuerpo por igual al poema y a la representación científica; los logros en uno y otro medio no tendrían que ser impermeables sino interfecundos.
En un ensayo reciente Miroslav Holub deposita sobre la mesa de Kant la responsabilidad de haber iniciado la escisión entre lo científico y lo humanista al haber considerado que las aspiraciones newtonianas de capturar todo en modelos deterministas, euclideanos y cerrados, eran exportables a todas las ciencias naturales de todos los tiempos posteriores, lo cual las condena a la grisura y al tedio frente a los siempre cambiantes vida y espíritu humanos. No es necesario acudir, como hace Holub, a ejemplos de hoy (la obra de Prigogine) para poner de relieve la deformación kantiana. Hubo otro Newton, el de la óptica, que fue responsable de una tradición paralela a la física matematizada, la que nos dio asombrosas construcciones imaginativas (y para nosotros imaginarias) que fecundan aún nuestra lengua de resonancias y metáforas, como el flogisto, el calórico, el molde interior de Buffon, varias potencias vitalistas, el éter, las afinidades químicas, el mesmerismo y tantos otros imponderables románticos.
Goethe, apasionado por la filosofía natural, llegó a considerar el debate parisino entre Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire como un acontecimiento crucial en la vida de Occidente. Entender las leyes del mundo orgánico (si había, por ejemplo, un patrón trascendente tras cada especie biológica), solucionar las tensiones entre las grises teorías y las doradas proliferaciones del árbol de la vida: ése era para él un reto a la altura del arte.
Coleridge propagó con entusiasmo la Naturphilosophie en su isla. Hardy hizo suyas, y de su literatura, las consecuencias más dramáticas del pensamiento de Darwin. Valéry aprendió a imaginar con Helmholtz y con Poincaré, Mandelstam aprendió a escribir siguiendo la línea de pensamiento de Pallas y Lamarck... Poetas con ese espíritu inteligente fueron quedando en minoría conforme nuestro siglo avanzó.
De Albrecht Haller a Miroslav Holub, hay autores que de tanto en tanto ejercen la ciencia y la poesía con el mismo virtuosismo. La incomodidad que suscita en algunos críticos la actividad de tales almas hace que suela pensárseles como híbridas y un tanto aberrantes, o que se considere como esquizoides caras de Jano a quienes ven los frutos de un mismo árbol bajo luz distinta.