Tumulto en el Teatro Nacional del Odeón, en París, por un acto de zapatistas
Jaime Avilés, enviado, París, 11 de noviembre El Teatro Nacional del Odeón, que tiene capacidad para 850 espectadores, fue ocupado esta noche por más de 2 mil personas, durante la comparecencia de Javier Elorriaga y Gloria Benavides, que estaban anunciados como representantes directos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
El ``exceso de éxito'', como lo calificó Régis Debray, estuvo a punto de provocar una catástrofe tercermundista cuando el venerable edificio del siglo XVII, símbolo del movimiento estudiantil de 1968, comenzó a mostrar síntomas de fatiga ante el peso de la inquieta y ruidosa concurrencia ahí reunida.
El tumulto se originó cuando el patio de butacas y los cuatro pisos de palcos, saturados desde las cinco de la tarde, fueron invadidos por cientos de indocumentados chinos, árabes y negros, que entraron luchando a brazo partido con el propósito de ocupar la tribuna, manifestar su solidaridad con los zapatistas y dar a conocer cómo son perseguidos por el gobierno de Jacques Chirac.
Mientras los autodenominados Sin papeles colgaban sobre la fachada del teatro una manta que decía en francés ``Para todos, todo'', la policía tendió un cerco de granaderos en torno al inmueble, al tiempo que, adentro, la asamblea disputaba el improbable orden del día. Entonces, en la calle cercana, alguien incendió un auto.
Primera llamada, primera
Después de pasar la noche del sábado en un pequeño puerto a la orilla del Atlántico, al que fueron invitados por Jacques Blanc, director del Teatro Nacional de Brest, los zapatistas regresaron a París el domingo, luego de almorzar con los dirigentes del Partido Socialista en Bretaña, y reanudaron sus actividades públicas de inmediato en la capital francesa.
Esta mañana se reunieron con Henri Leclerc, presidente de la Liga de los Derechos del Hombre, comieron con un grupo de intelectuales que se definen como ``socialistas atípicos'' y tomaron café en la casa de Régis Debray, antes de dirigirse al Odeón temiendo que el sitio se encontrara vacío...
Segunda llamada, segunda
El actor Denis Lavant, colega de Juliette Binoche en la cinta Los amantes del Puente Nuevo, que causó, quién sabe por qué, furor en México, llevaba una semana estudiando el texto de Marcos que pregunta: ``¿De qué tenemos que pedir perdón?'', porque no deseaba sino triunfar cuando lo leyera en el teatro más prestigioso de Francia.
En cambio, Jerome Dere, su compañero de escena, seguía batallando con la palabra ``Ocozocuautla'', tomada de otro texto del Sup. Ambos ofrecerían un ``recital de comunicados'' de las siete a las ocho de la noche, y sólo entonces comenzaría la presentación de Elorriaga y Benavides.
Pero de pronto, con la sala llena de franceses y mexicanos que aplaudían los créditos de una videocinta sobre el Aguascalientes de Oventic, por el frente y la retaguardia del teatro, gritando consignas, irrumpieron los Sin papeles.
Tercera llamada, tercera
Sin vacilación, como ya está dicho, se apoderaron de la tribuna, aunque no del micrófono, que estaba en manos de George Lavaudant, el director del Odeón, y éste, olvidando a los actores aplicados, solicitó la inmediata presencia de los expo- nentes zapatistas, así como de Adolfo Gilly y Antonio García de León, que habían sido invitados como especialistas en problemas de México.
Un mexicano fue el primero que inició la batalla por el orden del día. ``Los Sin papeles también tienen derecho de hablar aquí'', dijo con rabia. Lavaudant replicó que no, que el acto era para los zapatistas. Y mientras los anarquistas se burlaban a gritos de Danielle Mitterrand, que palidecía en una de las primeras filas, Elorriaga tomó la palabra y anunció, contrariando a Lavaudant, que no hablaría a menos que todos pudieran hacerlo. ``Nunca -subrayó alzando la voz, furioso por las ofensas a Danielle Mitterrand-, nunca he estado en una reunión de zapatistas donde alguien le grite `¡boooo!' a nadie. Nosotros queremos un diálogo en el que todos participen, incluso nuestros enemigos.''
Esta novedosa postura desconcertó a quienes clamaban que se callaran los Sin papeles y suscitó un aplauso tibio, mientras el micrófono llegaba a las manos de un chino, que no daba trazas de estar entendiendo. Elorriaga le respondió con frases casi idénticas y ahora el aplauso fue más fuerte. La que intervino enseguida fue una activista africana, con muchas tablas por cierto, que lanzó un discurso incendiario, señalando que ``en el país de los derechos del hombre, los derechos del hombre no existen para los inmigrantes''.
Lauvaudant trataba de explicar algo, cuando una puerta se abrió a sus espaldas y del telón surgió un calvo de bigotes enérgicos y chaqueta morada, para susurrar algo temible al oído del director del Odeón. Este, con toda calma, dijo al instante: ``Los que están en los palcos del primer piso, salgan caminando suavemente, porque está a punto de producirse un derrumbe''.
Mientras aquella gente obedecía, Elorriaga propuso que el acto se trasladara a la calle, ``que es adonde todos pertenecemos'', pero la brillante oradora africana, que seguía a su derecha, avisó que los granaderos habían rodeado el local y salir en esas condiciones era lo mismo que enviar a cientos de indocumentados a la cárcel.
Entonces, Adolfo Gilly se puso de pie y soltó una cátedra sobre la opresión en todos los confines de la Tierra, para hacerles ver a los Sin papeles que a finales del milenio, en todas partes, todos somos víctimas de las mismas injusticias. Y de esta suerte, gracias a estas palabras mágicas, la asamblea se echó a andar en francés, en español y esporádicamente, incluso, en chino.
Gloria Benavides contó un bello cuento de las comunidades zapatistas, García de León leyó un breve análisis de la coyuntura actual en Chiapas y poco antes de la culminación del acto, o sea, poco antes de las diez de la noche, o sea, poco antes de la nueva explosión de San Juanico, alguien más sugirió que el Odeón fuese declarado, esa noche al menos, ``Aguascalientes de Guadalupe Tepeyac''. Y hubo grandes aplausos.
Lauvadant, por último, anunció que había establecido un pacto con los granaderos: él mismo acompañaría a los Sin papeles hasta la entrada más cercana del Metro, para impedir que los uniformados atacaran y hubiese disturbios. Cuando todo llegó ordenada y felizmente a su fin, Gilly dijo en exclusiva a este enviado: ``Después de Una noche en la Opera, con los hermanos Marx, alguien tiene que filmar `Una noche en el Odeón' con los zapatistas''