Teresa del Conde
La exposición Izquierdo

Más reducida que la gran retrospectiva presentada por el Centro Cultural Arte Contemporáneo en 1988, la muestra de María Izquierdo que Luis Martín Lozano curó para el Mexican Fine Arts Center Museum de Chicago, ahora en exhibición en el Museo de Arte Moderno, ofrece al espectador una síntesis bien lograda de sus propuestas básicas a través del conjunto de óleos, acuarelas, documentos y objetos personales que se exhiben con museografía de Angel Suárez, y asesoría del propio curador en la Sala José Juan Tablada.

Las pinturas de María Izquierdo vienen a ser en cierto modo la otra cara de su llamativa persona, celebrada por escritores, funcionarios y artistas, comenzando por Diego Rivera, quien en 1929 vio en ella a ``uno de los más sólidos valores'' de su generación. Ella fue proclive a hacer visible sólo lo que consideró digno de ser recordado y no otra cosa. La gama de sus temas, con todo y las reiteraciones, es amplia, más de lo que fue la que cultivó su gran contemporánea, apenas cinco años menor que ella: Frida Kahlo. Ambas murieron a poco tiempo de distancia, Frida en 1954 y María al año siguiente, minusvaluada físicamente debido a un derrame cerebral.

Resulta en extremo engañoso comparar a ambas artistas, sus enfoques y puntos de partida son distintos, no obstante ofrecen puntos comunes: el sentimiento de identidad, la selección y la síntesis a partir de lo ``real'', los toques inesperados que han solido encasillarlas en la mentalidad surrealista, el gusto por pintar naturalezas muertas, el haber incursionado en el género retratístico. No hablo de autorretratos, pues aunque María se autorretrató varias veces, su autobiografía pictórica no ostenta su propia efigie como leit motiv.

En algunos cuadros, por ejemplo, La sopera (1929) se adivina que María quiso aprender la estructura de las formas un poco a la manera de Cézanne. Pero, como no sabemos si para entonces conocía pinturas de Cézanne, o reproducciones de las mismas, esto es mera suposición. Más bien intentó mantenerse en vilo entre la figuración modernista, la frescura propiciada por el proyecto de las Escuelas al Aire Libre, las enseñanzas de Tamayo y su propio sentir nostálgico hacia las cosas ausentes.

Entre sus cuadros más importantes y conocidos está El alhajero (1942). Si se observa bien, puede detectarse en él una total abolición de la perspectiva --y no es que ella desconociera este recurso, antes al contrario, lo usó múltiples veces acelerando el efecto de fuga--, sino que aquí procuró saturar el espacio creando un escenario que dispara los objetos hacia el espectador. Es un escenario rústico, de vivienda popular, pero sus objetos, su parafernalia femenina, son sofisticados a la vez que ofrecen toque propositivo de cursilería. Hay símbolos: la sombrilla abierta dentro de una habitación es considerada ``de mal agüero'', el collar de perla que se escapa del cofrecillo hace pensar en las joyas de la Magdalena, sobre todo por su contigüidad con el perfumero.

El abanico desplegado, su blusón ornado con encaje negro, la pluma roja que orna el sombrero, los impecables guantes blancos pendiendo del respaldo de la silla de palo, el cortinaje pesado rematado en flequillo de oro, la zapatilla morada de tacón integran un conjunto que involuntariamente hace pensar en Baudelaire. Sea o no que María haya conocido la importancia que el poeta de las correspondencias adjudicaba a los atuendos y a la moda, resulta que este cuadro es heredero del simbolismo tardío. Esa silla reaparece en Madre proletaria (1944) en el que dos mujeres y una niña de mirada extrañamente adulta y desencantada se congregan del lado izquierdo de la composición. Las mujeres están sentadas en el suelo y se acompañan de un perrito peludo. La que sostiene a la niña en el regazo está sumida en hondas cavilaciones y parece indiferente a todo. Su faz tiene los rasgos de la pintora, que para esa fecha había ya realizado otra de sus obras maestras: Mis sobrinas.

La sobrina mayor, en la que se ha querido ver un retrato retrospectivo de la pintora, basado en una fotografía, endosa el mismo blusón ornado de encaje que encontraremos en El alhajero y su falda negra se orla de cenefas muy parecidas a las que subrayan la sombrilla ominosa a la que he aludido.

Los pies de la niña que posa muy seria con los brazos cruzados corresponden ambos al mismo lado: sus dos zapatos son para el pie derecho. Aquí el fondo vegetal saturado, ofrece contrapunto complementario a los otros colores: rojo y rosa subido que dominan la paleta. Es evidente que la composición de este cuadro está tomada de una fotografía, las poses de los tres personajes son típicas del montaje realizado por los fotógrafos ``de estudio'' que tantas veces hemos visto en exposiciones como las que ha organizado el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca.

Una de las pinturas que en lo personal más me conmueven es La soga (1947), pues ofrece connotaciones de presentimiento e indefensión, así como símbolos fácilmente descifrables que conjugan sexo, desolación, inocencia y muerte.