Es casi siempre costumbre de la crítica cinematográfica universal evaluar con diversidad de criterios --unas veces positivos otras negativos-- los elementos técnicos y narrativos que conforman los discursos cinemáticos que alientan sobre los inmaculados lienzos de la tierra.
Esta es la manera ortodoxa de emitir un juicio informativo de una película durante un tiempo y un espacio determinado. Sin embargo, hoy me apartaré de este quehacer que podríamos definir como ``clásico'' para recoger mínimas emociones visuales provocadas por secuencias específicas de los primeros filmes de la XXIX Muestra Internacional de Cine que iluminará algunas pantallas de nuestra megalópolis y de Cuernavaca, del 14 de noviembre al 18 de diciembre. Por ejemplo, no discutiré ni verbalmente ni por escrito las cualidades fotográficas de Profundo carmesí, de Arturo Ripstein, que estimularon al crítico francés de la revista Positif a tal grado como para asentar que se trataba de un ``trés beau film'' (muy bello film), sino que sólo referiré una de sus secuencias, para mí memorable, misma que acontece hacia el minuto 30 de la cinta en el ``Intimo Bar'', en cuyo interior circundado de descascarados, imprecisos, rectangulares murales expresionistas, Coral Fabre envenena con raticida a su gesticulante rival, a quien horas más tarde abandonará tiesa y fría en una paupérrima estación ferroviaria con la ayuda de Nicolás Estrella, su incalificable amante.
Acerquémonos a la mitomaniática comedia de Woody Allen, Poderosa Afrodita que posee numerosas secuencias memorables. Entre otras, aquéllas que recrean en diversos sitios arqueológicos la rítmica actuación del antiguo coro Teatral Helénico, que viene a otorgar no sólo continuidad al trabajo narrativo del famoso cineasta, sino también variedad emocional y estilística. Porque, ¿quién que verá sus actitudes gestuales y verbales podrá jamás olvidar las últimas secuencias, cuando coro y corueta pierden su dignidad clásica para reubicarse en la hilarante comedia musimoderna?
Alejémonos de Allen y su ``irreverente'' mitomanía para encontrar a otro recolector de ilusiones, a otro Fabricante de estrellas, Giuseppe Tornatore, que en 1993 otorgó aliento en el celuloide a las truculentas peripecias de un hombre --doctor Joe Morelli-- que fatigó en engalanada camioneta los intrincados caminos de Sicilia, a la búsqueda de actores para una película que sólo existía en su fraudulenta imaginación. Temática alucinante, plena de insalvables frustraciones que vienen finalmente a recogerse en la postrer secuencia de la cinta --inolvidable-- cuando Morelli, después de abandonar a Beatta (Tiziana Lodato), en un manicomio recrea obsesivamente los rostros y las actitudes de aquéllos que le entregaron mil 500 liras para arribar a la inalcanzable fama que en nuestro tiempo sólo otorga la cinematografía. Y para clausurar este artículo escribiré acerca de dos interesantes secuencias.
La primera, la organizó Adolfo Aristarain para su comedia La ley de la frontera, y muestra el momento en que Bárbara se despoja de sus empapadas vestiduras detrás de un agujereado biombo, apenas iluminado por las llamas oscilantes que brotan de una chimenea. Escena culminante de una ``interminable'' secuencia que, entre otros sucesos, describe la cópula informal de la húmeda muchacha y Joao, su inesperado galán; la solitaria borrachera de Xan, el tramposo compañero de la pareja; el intempestivo arribo al palacete de El Argentino, el asaltante profesional; la silenciosa resignación de los dueños de aquel fabuloso lugar... Pero, más allá de esos hechos recuerdo de una manera inconexa y fraccionada los bellísimos paisajes de Galicia y de Portugal, que transitan los infatigables protagonistas de la película.
La segunda secuencia, la creó Wim Wenders, a quien la crítica posmoderna considera como ``el único cineasta capaz de transformar en lenguaje cinemático la sensibilidad de nuestra época''. Sensibilidad agónica, incapaz de detener la destrucción de los viejos valores de la civilización occidental. Y es precisamente esta impotencia generacional la que el alemán muestra con indudable vocación documental en la secuencia terminal de Historia de Lisboa (1994), en cuyo inusual contexto recrea los heterodoxos trabajos de Philip Winter (ingeniero de sonido) y Friedrich Monroe (director y camarógrafo). Uno y otro teóricamente imposibilitados de recoger ``la verdadera imagen de esa realidad, absoluta y misteriosa, que ningún ojo podrá ver nunca'', según declaró Wenders.
Y hasta aquí el recuento de lo que vendrá a ser el memorable inicio de la XXIX Muestra