La violencia intrafamiliar es un parteaguas en la clasificación de la condición humana. Quienes la viven y padecen en el seno del hogar, sean niños, adolescentes o adultos, pertenecen a un subgrupo distinto. Para estos, tanto el presente como el futuro son nociones empañadas por la cruda realidad. El ámbito generado en torno al mundo de la agresión deviene terribles dificultades para cualquier tipo de desarrollo. De ahí la veracidad de mi afirmación: quienes crecen en medio de la violencia tiene menos oportunidades de edificar una vida digna. De ahí también la obligación de denunciarla.
Las repercusiones de la violencia intrafamiliar no deben estudiarse sólo en relación a su efecto mediato: la preocupación fundamental son los daños que siembra. Deja más secuelas la desarticulación social futura de la mujer o de los niños(as) agredidos que el dolor o las cicatrices momentáneas. Mientras que las heridas a la moral y a la dignidad suelen ser imperecederas, las físicas, en general, salvo en casos de agresividad extrema, sanan. Se sabe, por ejemplo, que la depresión es muy frecuente en mujeres sujetas a violencia verbal o física; la adicción a drogas o alcohol en esta población es también común. De hecho, en Estados Unidos, entre el 30 y 40 por ciento de las mujeres maltratadas intentan, al menos en una ocasión, suicidarse. A su vez, estudios realizados en los vástagos de estos hogares demuestran que una proporción alta repetirá con sus parejas la misma relación y tendrán desajustes sociales y problemas con las autoridades.
Completan estas elucubraciones las historias de los ``descubrimientos'' de las formas comunes de violencia intrafamiliar; mientras que las agresiones contra los niños fueron inicialmente denunciadas por médicos, correspondió a los movimientos feministas alertar a la opinión pública acerca del maltrato a las mujeres. Grosso modo, es posible afirmar que dentro de la dinámica familiar, la madre, ya sea por temor, por preservar la moral del apellido o la ``santidad'' de la casa, o bien por haber sido copartícipe en los abusos, no solía denunciar la violencia hacia sus hijos. El corolario es simple en su definición: los niveles de violencia sólo disminuirán al tratar el origen del problema. En cambio, la consecución de tal idea linda en las fronteras de lo imposible; implica modificar de raíz las conductas sociales que han propiciado la hegemonía masculina y la desigual relación de género.
Acorde con datos obtenidos en México durante el primer semestre de este año por el Centro de Atención a la Violencia Intrafamiliar, así como por una encuesta realizada en 1995 por la Asociación Mexicana contra la Violencia hacia las Mujeres AC, la totalidad de las agresiones fueron contra mujeres y niños. Es pertinente aclarar que la población entrevistada por la segunda agrupación consistía en mismo número de hombres y mujeres. La virtual ausencia de abusos contra el sexo masculino confirma el corazón del embrollo: en nuestra sociedad, el papel preponderante del sexo masculino no sólo es génesis de violencia sino, en no pocas ocasiones, factor desestabilizador del núcleo familiar.
Encuadrar en nuestro medio la magnitud, los tipos y los sitios de la violencia sería óptimo pues permitiría conocer la magnitud del problema. Nuevamente, tarea tan deseable como compleja: la única afirmación irrefutable es que las denuncias que llegan a las comisiones son sólo una pequeña parte del desaguisado. Miedo, inseguridad, amenazas e incultura, son algunos de los factores que impiden conocer el problema en todas sus dimensiones.
Amén del desasosiego generado por los datos previos, y del infinito circuito de la violencia, la tarea se complica cuando se leen las conclusiones de diversos estudios que aseveran que los abusos son más comunes en las familias pobres. Estos hallazgos, en nuestro medio, son signos de mal agüero; la disminución de la violencia intrafamiliar depende de la erradicación de la pobreza. Es decir, al hablar de salud familiar la responsabilidad del Estado es cimental.
Aunado a la triste realidad económica que envuelve a numerosas familias, confieso mi escepticismo: es poco probable que en el futuro cercano disminuya la frecuencia de la violencia intrafamiliar en México. Entre el machismo, la ausencia de políticas sociales adecuadas, la violencia callejera y la pobreza económica e intelectual, la familia mexicana se encuentra apresada. Sólo si se cambian parcial o mayormente las condiciones anteriores, los niños(as) y mujeres maltratadas podrán ver modificado su entorno.