Es bueno que en la IV Cumbre Iberoamericana se haya discutido el tema de la gobernabilidad y la democracia. No por el hecho de que todas las democracias ``representativas'' lo sean de verdad, sino porque se abren paso evidencias que antes se negaban. Y porque la atención se concentraba en una reforma del Estado según los dictados del capital financiero internacional, sin demasiado desvelo por la urgencia de los pueblos.
Sí, un buen número de los mandatarios asistentes a la Cumbre son los mismos que se ostentaron como campeones de la reforma del Estado neoliberal y partidarios, como diría Weber, de una democracia puramente ``funcional''. Parece que ahora la tónica ha sido distinta: se reconoce que las reformas del liberalismo han propiciado pobreza extrema, desempleo, concentración de la riqueza, mayor dependencia, y que no estamos próximos a iniciar el desarrollo sostenido.
Hoy, la mayoría de los mandatarios tiene que lidiar con pueblos empobrecidos y con una ola de crecientes tensiones sociales. No se trataría simplemente de sostener las virtudes de la ``democracia representativa'', sino de reconocer --los hechos son abrumadores-- que una real democracia, una cultura democrática y prácticas democráticas efectivas no pueden florecer en la miseria, en la ausencia de esperanzas, y que la gobernabilidad se complica en el olvido de las necesidades sociales.
Es verdad que la ``teoría de la democracia'' se desarrolló como una virtud política de la sociedad contemporánea, que hacía énfasis en los transparentes procedimientos electorales. Sin olvidar que esa teoría, producto del progreso de las naciones occidentales, tuvo como base histórica amplios periodos de prosperidad. El avance de la ciencia y la técnica para la producción abrían un horizonte ilimitado de optimismo en las nuevas sociedades industriales. La exigencia democrática era un anhelo de rigor en la elección de los representantes populares. Las condiciones de la vida material, cuyo ascenso no parecía tener fin, quedaba al margen de las consideraciones teóricas acerca de la democracia, en ese curioso desgarramiento artificial de la vida social en economía, política y otras disciplinas.
La legitimidad democrática siempre se ha anclado en un ambiente social de aceptación y consenso. En la prosperidad no era difícil lograr tal requisito.
Claro, desde el ángulo del marxismo se criticó el carácter ``exterior'' de las ``democracias formales''. En la práctica de su historia, los países del ``socialismo real'' no sólo no cumplieron con las mínimas reglas de la democracia ``formal'', sino que en ``lo material'' distorsionaron, hasta el crimen y el surgimiento de una ``nueva clase'' rebosante de privilegios, sus promesas de ``democracia real''.
Pero hoy en América Latina vuelve a plantearse la cuestión de la democracia no sólo como ``función'' de procedimientos, sino como una meta que no puede desvincularse de las condiciones de vida de la sociedad. Esto es lo que nos interesa subrayar: que la democracia sí tiene adjetivos; no, por supuesto, los adjetivos de una ideología, de una clase social o de una región del mundo, sino aquellos que aluden a las condiciones de vida más generales de la sociedad. Siempre deben preservarse los aspectos ``formales'' de la democracia (que no son simples invenciones ``burguesas'', sino conquista de valores políticos universales). Sin ellos, las expectativas de los pueblos son más precarias, y medran fácilmente la corrupción, las violaciones a la ley y el atropello a los derechos individuales, políticos y sociales. Sin embargo, es cada vez más evidente que toda perspectiva real de libertades está vinculada al bienestar, a condiciones de vida más humanas. Sin esas condiciones las garantías individuales y los derechos ciudadanos --por más estrictos que sean en la ley-- se convierten en burla, en reglas impecables en su apariencia pero en el fondo gangrenadas y descompuestas.
La lección de los últimos años es clara: se trata de construir las reglas de la democracia, pero sabiendo que esa lucha no puede aislarse de la lucha por mejores condiciones de vida. Una sin la otra son parciales, incompletas. La batalla por el bienestar --que es una batalla de la sociedad y no, ni de lejos, un subproducto del mercado-- se apoya y fortalece en las instituciones democráticas, pero éstas son imposibles --un engaño, una quimera-- si al mismo tiempo no se avanza en la prosperidad social. La democracia, querámoslo o no, tiene inevitablemente adjetivos calificativos.