Rodolfo F. Peña
Tiempos de desprecio
Una persona, con su familia, abandonaba a toda prisa su vivienda en la zona del siniestro en San Juan Ixhuatepec, y a poco andar, los vehículos en que viajaban se encontraron con una camioneta Rombo tripulada por tres militares ebrios que les cerraron el paso; el hombre se adelantó a pie hacia los agresores para pedirles que franquearan la vía, pero viendo que éstos no tenían la menor traza de ir a ceder y se mostraban amenazantes, giró para regresar y recibió dos tiros de pistola que le causaron la muerte. (La Jornada, ayer.)
Uno se pregunta qué les cruzaba por la cabeza a los tres, pero principalmente al victimario, además de los humos etílicos. ¿Es creíble que los hayan confundido con saqueadores? No, esos militares ni remotamente estaban cumpliendo con ningún deber. Estaban divirtiéndose con la tragedia, con el miedo y la alarma de la gente; y ellos también podían agregar fuego al fuego y matar impunemente, y lo hicieron. San Juanico, así, tiene un muerto más, alguien que pudo salvarse de las llamas y de la asfixia pero no del desprecio.
Es el mismo desprecio que los agentes de seguridad de Pemex mostraron por los fotógrafos de prensa Eloy y Pedro Valtierra, a quienes agredieron verbal y físicamente y despojaron de su equipo de trabajo. Aquí, presumiblemente, el desprecio fue también por la verdad de la imagen, pues se pretendía mantenerlo todo bajo control, y es sabido que si no se ve no se siente.
Pero el gran desprecio, el más asombroso, es por San Juanico y su gente, sometida a una muerte sin fin. Hubo un tiempo en que las plantas y depósitos de combustible de la empresa petrolera nacional estaban muy lejos de las zonas urbanas (como lo estuvo, digamos, el aeropuerto internacional). Ese tiempo se fue hace mucho. A los ojos de ciertos tecnócratas, esto parecería responsabilizar a la gente de San Juanico, por haber ido a cobijar su miseria en zonas de alto riesgo. Pero la responsabilidad, aunque no pueda fincarse en tales o cuales personas, está en otro lado.
Está en los desequilibrios del desarrollo que alimentan fenómenos migratorios catastróficos y crecimiento desordenado de las ciudades. Apremiada por la necesidad y la falta de opciones, la gente ocupa cualquier espacio que parezca mínimamente habitable, y a nadie puede reprochársele que se esfuerce por vivir.
Pero no es la presencia de la gente lo que determina los siniestros de Pemex; esa presencia, a lo sumo, los convierte en tragedias. Los tres accidentes que se han padecido en los últimos 12 años habrían ocurrido aun si todos los alrededores estratégicos hubieran estado despoblados. En 1984 hizo explosión una gasera y pronto la siguieron nueve más; en 1992 se incendió un poliducto de gasolina, y en 1996 la válvula dañada de un contenedor inició el desastre. Así pues, incluso en el supuesto de que ninguna de esas terribles calamidades hubiera costado una sola vida humana, el país habría perdido cuantiosos recursos cuyo destino pudo haber sido menos grotesco. Las fallas, entonces, están en el insuficiente mantenimiento de las instalaciones, en la deficiente inspección técnica, en los dudosos sistemas de seguridad y quizá hasta en determinados grados de obsolescencia de los equipos. Y habría que ver si Pemex dispone de los recursos presupuestales para esos fines, después de la sangría impositiva a la que se le somete despiadadamente. Porque ya son muchas las desgracias parecidas que ocurren en casi todo el país.
Esto significa que el desprecio alcanza a nuestra principal empresa productiva, a la que se extrae todo el jugo sin ocuparse de mantenerla, lo que es de una atroz irresponsabilidad. Pero el desprecio se vuelve criminal cuando se trata de la vida humana. Ciertamente, el solo manejo de combustibles implica riesgos en cualquier parte. Pero en San Juanico, por lo que se ve, el riesgo es destino. Si ya no es posible reducir las dimensiones de la ciudad y de sus zonas conurbadas para volver a los viejos rangos de seguridad, lo que tiene que hacer Pemex con sus instalaciones es llevárselas a otro lugar, como tendrá que suceder algún día con el aeropuerto y con los patios de ferrocarriles de Buenavista. Todo eso, sin duda, implica dificultades y tal vez sustitución de problemas, pero hay que hacerlo. Y se puede, a condición de que, en relación con la gente, se cambie el desprecio por el respeto. Es decir, siempre y cuando ya nadie se sienta autorizado a actuar como los tres militares borrachos que asesinaron a un pobre hombre que se afanaba por salvar su vida.