La región oriental de lo que empezaba en aquel entonces a ser el Congo del rey Leopoldo de Bélgica, inspiró al polaco Joseph Conrad su terrible novela El corazón de las tinieblas. Sobre la misma región se abatieron las tinieblas hace dos años cuando ocurrió la tragedia de Ruanda, el genocidio perpetrado y premeditado por los líderes de un partido moderno de masas de corte ideológico nazi. El mundo no quiso entender la naturaleza tristemente moderna del fenómeno, pretendió interpretarlo en términos tribales (``arcaísmo incurable'') y tratarlo únicamente con medidas humanitarias, en lugar de organizar, bajo la bandera de la ONU, una verdadera expedición militar que hubiera culminado con un juicio de Nuremberg.
Estados Unidos, después de su desastrosa experiencia en Somalia, no quiso hacer nada y, por desgracia, en el mundo presente sin Estados Unidos no se puede hacer nada; el final momentáneo de la guerra de Bosnia y la paz inconclusa de Dayton, en 1995, lo han demostrado. En cuanto a Francia, su intervención militar aislada en Ruanda, si bien pudo haber aliviado los sufrimientos de la población civil, sirvió también, de manera contraproducente, a salvar a los responsables de un genocidio que, en estimación baja, hizo 500 mil víctimas; la cifra probable raya el millón de muertos.
En el verano pasado, cuando ocurrió un golpe militar en el vecino Burundi, algunos observadores lúcidos señalaron que era absurdo condenar a los militares de Bujunbura y lamentar ``la fatalidad sangrienta'' de la violencia ``étnica'' o ``tribal''. Hace tiempo, hace muchos años que conocedores como J.P Chrétien señalan que el problema se plantea en términos modernos y geoestratégicos. La instalación permanente de un millón 500 mil refugiados hutus en las provincias de Zaire, en la frontera de Ruanda y Burundi, después de la masacre sufrida por los tutsis tenía que provocar lo que siguió.
Ahora la prensa internacional reconoce lo que se supo desde aquel verano de 1994: los refugiados quedaron como rehenes de los militantes armados del partido nazi ruandés, apoyados y estimulados por las autoridades del gran Zaire. El mariscal Mobutu, hombre fuerte del antiguo Congo Belga, salvado en varias ocasiones por las potencias occidentales --Francia entre otras--, vio en ese drama una excelente oportunidad para desestabilizar a los Estados vecinos de su frontera oriental, de la región de los grandes lagos: los pequeños y densamente poblados Ruanda y Burundi, pero también Uganda, Kenya y Tanganyka.
Ahora el mundo redescubre la triste situación del Estado de Zaire, sin su hombre ``providencial'' (enfermo en Francia), cómplice de los asesinos ruandeses. Entregado a la anarquía, ese país es presa de un Ejército que nunca ha servido para nada: desde los años lejanos del asesinato de Lumumba, el Ejército del entonces sargento Mobutu sirve únicamente para saquear, violar y matar. En caso de una guerra verdadera, el Ejército del pequeño Burundi acabaría rápidamente con las bandas de Zaire.
Esa perspectiva asusta a las potencias occidentales mucho más que los problemas humanitarios que sí preocupan a las iglesias, a las ONG y a parte de la opinión internacional. Por sus riquezas mineras, Zaire es, especialmente en provincias como el antiguo y siempre secesionista Katanga, ``un escándalo geológico''. Por eso, con cautela Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Bélgica se aproximan a la idea de mandar una fuerza internacional. Quisieran limitarse otra vez, como si de nada hubiera servido la muerte de Yugoslavia, a una intervención humanitaria.
Lo olvidan cuando hay que pensar seriamente en hacer la guerra, como lo hizo una vez la ONU hace más de 30 años, en tiempo de su secretario general Dag Hammarskjoeld, precisamente en el actual Zaire. Un verdadero pequeño Ejército, bajo el mando agresivo de un general marroquí, derrotó a los ``gendarmes'' de Moisés Chombé y puso fin a la secesión de Katanga. Eso le costó la vida al secretario de la ONU, pero fue una victoria incontestable.
Al mantener los campos de refugiados en las fronteras de Ruanda y Burundi, la ONU ha contribuido a crear santuarios para los autores del genocidio. El gobierno de Zaire los ha financiado, armado, lanzado contra los Estados vecinos; aquéllos acaban de contestar de la misma manera, apoyando a la guerrilla en las provincias orientales de Zaire. Con o sin intervención militar internacional, la paz en la región de los grandes lagos pasa por el desarme de las milicias responsables del genocidio de 1994 y por el castigo de sus responsables. El tratamiento de la crisis no puede ser humanitario, tiene que ser político, lo que implica, en caso de (o para prevenir) un derrumbe del Estado zaireño, que sea también militar.