Daniel Cazés
¿Y si la ciudadanía hubiera decidido?

Este jueves, en el canal 11 se supo que con la reforma al Cofipe todo iba bien, que el desacuerdo básico entre los partidos era por el monto del subsidio que pretendía el PRI, y que eso podría arreglarse en unas horas. No había que dudar de que así era cuando lo aseguran quienes sí saben.

Pero la votación legislativa automática del partido prácticamente único tampoco permitió equidad en el acceso a los medios, ni el establecimiento de acuerdos entre partidos para llevar a las elecciones candidatos comunes, además, los émulos de Madrazo quedarán, como él, siempre impunes (y quienes presenten evidencias contra ellos acabarán olvidándolas).

Los diferendos no fueron , pues, sencillos. La reforma electoral que iba a ser perfecta, definitiva, eterna, sólo resultó una adaptación más de lo ya existente para que el partido del Estado disponga de más dinero que nunca, para que con minoría de votos pueda seguir conservando la mayoría en las decisiones y comparta la sobrerrepresentación con sus socios de la única coalición permitida, para que sus personajes y sus emblemas tricolores (confundidos con los de la nación) predominen en la televisión. Y para que las justificaciones de todas las trácalas puedan volverse verdades mediante explicaciones repetidas mil veces, como sucedió con la integración prematura del nuevo IFE.

Es posible que todas las fracciones no priístas del Congreso critiquen que el gobierno y su PRI hayan abandonado, sólo por cuestión de pesos, los acuerdos previos. Pero finalmente el PRD, el PAN y el PT, votando contra los deseos oficiales, irán a las elecciones de 1997 con la ley impuesta por esa minoría convertida en mayoría gracias al dudoso principio de la gobernabilidad.

Nada más lógico ni consecuente. Durante meses las cúpulas autonombradas opositoras negociaron con el Ejecutivo y su partido, a quienes conocen muy bien desde hace décadas. No puede ser que hayan descubierto repentinamente que al final sus interlocutores de Bucareli y Barcelona harían lo que les vino en gana.

Ni el PAN, si de veras las tiene, ni el PRD ni el PT llevarán su rabia y su repudio hasta abandonar las cámaras para rechazar lo que llaman inadmisible, ni cancelarán su búsqueda de curules y otras prerrogativas abandonando el proceso de 1997 y llamando a no votar: irán a las elecciones para compartir lo que les corresponda de lo que hoy califican de excesivo. Ese es el negocio de la política; nadie espera que quienes lo practican actúen con ética que no sea de negociantes.

Porque si alguna vez hubieran estado en una disposición diferente, al menos habrían propuesto que fuera la ciudadanía la que decidiera qué ley electoral desea para iniciar por fin la tan pospuesta transición a la democracia. Es decir, la oposición no se habría sometido a la cancelación del plebiscito y del referéndum como formas democráticas de participación ciudadana en el campo de la política que le ha sido vedado a quienes debieran decidir.

El IFE, que esperó la decisión del PRI, no habría propuesto consultar y escuchar la opinión de los electores. Ningún organismo político lo haría ni usaría su fortaleza en esa dirección. Además, quedaba poco tiempo que debía consagrarse a cuestiones más importantes que la expresión ciudadana, pasada por alto sin grandes problemas desde 1929.

¿Qué habría sucedido si todos los ciudadanos y todas las ciudadanas de este país hubiéramos expresado y resuelto en las urnas cuánto queremos que se gaste en cada uno de nuestros votos, cuántas horas diarias deseamos ver a los agentes del PRI en la tele, y si deseamos que la pluralidad política comience a construirse con compromisos electorales?

Es posible imaginar lo que habría sucedido. Quienes en nuestras estructuras de exclusión ciudadana tienen la última palabra, saben lo que podría suceder. Por eso, asociados con los oficiantes del ritual opositor, impedirán siempre que puedan cualquier injerencia ciudadana en lo que defienden como patrimonio exclusivo suyo.