Cual víctima de una interminable brujería México no logra transitar a la democracia. El problema es que casi todo el mundo ya camina a una u otra variante democrática. Y, además, ya todo México lo sabe: sin democracia jamás saldremos de nuestro atraso, hoy convertido en verdadera pesadilla. ¿Será que México es tan singular que no necesita de la democracia o, de plano, está negado para alcanzarla?
Lo peor es que parece tratarse de una brujería tramposa. A veces nos hace pensar que ya estamos en camino franco hacia la democracia. Otras veces inclusive se piensa que ya estamos en ella. Y otras más, parece que ni siquiera hemos comenzado la transición.
Ni los expertos parecen salvarse del hechizo. Así lo pudimos apreciar en el debate promovido, el pasado 12 de noviembre, por la naciente agrupación Causa Ciudadana y en el que participaron conocedores de la talla de Santiago Creel, Silvia Gómez Tagle, Lorenzo Meyer, Alberto Aziz y José Antonio Crespo, bajo la conducción de José Agustín Ortiz Pinchetti y Demetrio Sodi de la Tijera. En ese debate volvieron a aflorar las mil caras de nuestra transición embrujadora. Desde el principio todos --público y panelistas-- parecimos atrapados por el hechizo de la pregunta central: ``¿Vivimos ya en México una transición a la democracia?''
Lógicamente, la discusión se entrampa --y aquí comienza el hechizo-- en una cuestión sólo semántica: ¿qué entendemos por transición? E inmediatamente después: ¿cuándo inició la transición? o, en su defecto, ¿cómo iniciará? Tan sólo esas preguntas pueden (y otra vez pudieron) entretener lo suficiente para nunca llegar, o llegar ya muy cansados, a la pregunta tal vez fundamental: ¿qué hacer para que México sea lo más pronto posible un país en verdad democrático?
De todos modos no deja de ser interesante --para saber al menos cómo exorcizarlo-- el debate ya típico sobre la transición. Para quienes dicen que la transición ya inició, el debate se desplaza (y otra vez se entrampa) al momento fundacional. Aquí las respuestas más recurrentes son: el movimiento estudiantil de 1968, la reforma política de 1977, el despertar autorganizativo de la sociedad durante los sismos de 1985, la insurrección electoral de 1988, las elecciones ``por fin poco cuestionadas'' de 1994 o el Pacto de los Pinos (con olor a la Moncloa española) de 1995.
Sin duda en todo eso hay avances democráticos nada despreciables. Pero no menos cierto es que, ahora mismo, se registran perlas de antidemocracia pura: desde el avance del militarismo en diversos ámbitos, hasta el estrepitoso fracaso --por los mayoriteos priístas de siempre-- de la que quiso ser la reforma electoral definitiva. Este otro tipo de hechos es el que, también explicablemente, nutre a las tesis de la transición-todavía-no-iniciada.
Lo curioso es que entre los teóricos de la transición ya hay un punto importante de consenso: ninguna transición es irreversible ni tiene garantizada su desembocadura en la democracia. Entonces la pregunta medular sería: ¿qué motores hay que echar a andar a fin de que los avances democráticos derroten a los avances autoritarios?
A nuestro entender, esos motores son múltiples pero sobresale uno: el empuje de una sociedad organizada. De preferencia, un empuje convergente o incluso dentro de los partidos políticos realmente preocupados por la democracia y en consecuencia por la salud de México (más que por la salud propia). Pero si no se puede, entonces un empuje por un costado de los partidos. Lo importante, lo decisivo, es que la sociedad se organice --de tantas maneras como lo aconseje su heterogeneidad-- y empuje hacia la democratización del país. Todavía el mundo no registra una sola transición a la democracia digna del nombre, sin el empuje de la sociedad. Y esto lo saben todos los teóricos de la transición.
Sin embargo, aquí es donde aparece el último hechizo de nuestra embrujada transición. No obstante la importancia de una sociedad organizada, el aparato político de nuestro país se encarga una y otra vez de desorganizarla. Es el hechizo de la política como monopolio. Y es tan mezquino, que ya logra embrujar a los propios partidos democráticos.
Con ``transición'' o sin ella, a la española o a la chilena, lo que desde hace tiempo México necesita, como el oxígeno mismo, es democracia. En primer lugar, una sociedad viva y actuante; entonces sí, todo lo hechizada que se quiera.