El retroceso frente a los acuerdos adoptados por los partidos políticos y el gobierno en la Secretaría de Gobernación tiene consecuencias obvias y otras que no lo son tanto. Es muy evidente que se ve dañada la credibilidad de quienes pactaron una cosa para luego hacer otra. También es evidente el costo político para el PRI de haber retrocedido frente a esos acuerdos: un ejemplo es el hecho, nada frecuente, de que casi todas las cabezas principales de los diarios editados en la capital mostraban un desacuerdo con la medida.
Queremos ahora referirnos a otro tipo de consecuencias, tal vez no tan obvias. Dado que en el problema del excesivo gasto de campaña el PRI se iba de todos modos solo, el principal cambio a raíz del abandono de los acuerdos fue el relacionado con las coaliciones, que quedan excluidas en lo fundamental.
El asunto de la exclusión de las coaliciones y candidaturas comunes se planteó sobre todo a partir de las elecciones de 1988, luego de que el Frente Democrático Nacional (FDN), constituido originalmente a partir de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, logró varios triunfos por este medio. Es más, este frente ganó los dos puestos de senador por el Distrito Federal en esta forma, y en Morelos, pese a haber obtenido mayoría, no los obtuvo porque los partidos del FDN presentaron diferentes candidaturas al Senado. La misma situación se observó con no pocas diputaciones de mayoría.
A partir de esa experiencia, se modificó la legislación excluyendo o limitando seriamente estas posibilidades de conjugación de agrupaciones políticas. Fue la reforma electoral convenida por el gobierno con el PAN. Este último también se había visto desplazado por esas coaliciones y candidaturas comunes, y aceptó, si es que no lo propuso, ese cambio. Para el PAN, esta nueva situación reforzó la imagen que quiere dar: ser la única oposición con posibilidades reales de desplazar al PRI.
La reforma electoral que se ha estado discutiendo, negociando y votando durante los últimos dos años, tuvo como uno de sus ingredientes distintivos el restablecimiento de las coaliciones y de las posibilidades de acción concertada de fuerzas políticas. Este nuevo cambio, obviamente, interesaba al PRD, en cierto sentido heredero del FDN y el que tiene posibilidades reales de coaligarse con fuerzas políticas y sociales. Pero también resultaba atractivo para el PRI y al gobierno, elemento que por lo visto se les olvidó a los priístas que en la Cámara de Diputados se rebelaron contra los llamados Acuerdos de Bucareli. Este atractivo consistió en la posibilidad de evitar que casi todo el voto opositor se volcara hacia el PAN, hecho que había permitido que este partido tuviera una cadena de victorias electorales a partir del principio del actual gobierno.
Para el gobierno y para el PRI, la posibilidad de que el PAN ganara la elección de 1997 y luego la presidencial del 2000, llegó a ser inminente. De ahí que la restitución al PRD de derechos de coalición que le habían sido arrebatados en el sexenio pasado, tuviera mucho sentido. En cambio, el PAN, en su oposición de los últimos días al proyecto de reforma, se concentró en los recursos económicos excesivos: la supresión de las coaliciones del proyecto no sólo no le afectaba, sino que le resultaba útil para volver a una situación en la que pudiera presentarse como la única oposición con posibilidades reales de derrotar al PRI en las elecciones.
Con el bandazo de la diputación priísta, el PAN resultó ser el beneficiado, por partida doble. Primero, el costo político del retroceso lo asume el PRI, y segundo, el PAN tiene un punto a favor de su papel de alternativa para los que no votan a favor de alguien sino en contra del gobierno, que no son pocos. Para el PRI, además de cargar con el desprestigio, lo hace en beneficio de otros, al punto de que podría perder por ello la próxima elección del Distrito Federal, por ejemplo.