La Jornada 17 de noviembre de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Solo de guitarra

Cristina Pacheco

En el jardín hay muchas bancas. Mi prima Isaura podría sentarse en cualquiera y sin embargo siempre elige la que está enfrente de mi ventana. Sé muy bien que durante años lo ha hecho para molestarme, para que me sintiera culpable de su viudez. Este lunes al fin lo consiguió. Claudio, su esposo, murió en 1984. Después de la explosión nadie lo encontró. De la casa donde vivía con Isaura sólo quedaron piedras, vidrios rotos, fierros retorcidos y, colgada en el único pedacito de pared que no se cayó, la guitarra de Claudio. Me hubiera gustado guardarla de recuerdo pero comprendí que, por haber sido su esposa, ese derecho le correspondía a Isaura.

II

Cientos de personas que vivían en San Juanico murieron en aquella explosión; otras, pobrecitas, quedaron con marcas de por vida o alteradas de los nervios. Isaura se desequilibró tanto que fue necesario llevarla al hospital. En los tres meses que estuvo internada sólo una vez la visité. Para animarla, le llevé la guitarra de Claudio; pero hasta eso malinterpretó la desgraciada y acabó por hacerla pedazos contra el suelo.

Con todo y que ya pasaron muchos años, todavía no se me olvida el asombro del médico de guardia cuando oyó a Isaura: como loca se puso a gritar que me sacaran, que por mi culpa Claudio había muerto solo. Me enfurecí. Le dije que si esa era su forma de ver las cosas sólo demostraba ser una estúpida y hasta le recordé que gracias a mi consejo --``Cambia de turno, pide el de en la mañana''-- ella seguía viva.

¡No se lo hubiera dicho! Creí que Isaura iba a matarme. Los médicos que estaban en el pabellón lograron detener a mi prima y no alcanzó a pegarme; pero en cambio me lastimaron terriblemente sus insultos y sus gritos: ``Mentirosa, mustia, ¡Confiésalo! Dile a todo el mundo que mi desgracia es tu felicidad!''

A la carrera salí del hospital. Me acuerdo que en la calle la gente se paraba a mirarme. Yo iba llorando, ignoro si de tristeza por lo que me había dicho Isaura o porque recordé lo que sentí cuando, años atrás, Isaura me preguntó: ``¿Te molesta si salgo con Claudio?'' ¿Qué iba a contestarle? Pues que no, cuando en realidad era todo lo contrario.

III

Cuando presenté a Isaura con Claudio, él y yo cantábamos en el coro de San Juan. El muchacho siempre me gustó. Pensé que yo también le interesaba desde que me pidió que le guardara en mi casa su guitarra. Se lo confesé a mi prima y sin embargo empezó a salir con él. Un viernes que fuimos al cine, Isaura me anunció su boda. En la noche llegó Claudio, no se si para darme alguna explicación porque no le permití que hablara; sólo le entregué su guitarra, como diciéndole que de allí en adelante cada quién se iría por su camino. Reconocerlo me provocó una punzada muy fuerte, como si algo se me rompiera por dentro.

Volví a experimentar ese dolor la mañana del 19 de septiembre, hace doce años, cuando nos despertó la explosión. Era muy temprano. Iluminado por las llamas, el cielo se puso amarillo y rojo. Para esas horas ya mucha gente se había ido a trabajar. Los que estábamos en nuestras casas salimos dando gritos como locos. Me avergüenza decirlo, pero en aquel momento sólo pensé en Claudio. Corrí a su casa. El suelo estaba ardiendo pero no sentí las quemaduras: más me dolió ver los escombros y luego la guitarra colgada en el único pedacito de pared que no se había derrumbado.

IV

Por la familia supe que en cuanto la dieran de alta, Isaura volvería a vivir con sus papás en San Juanico. Todo el mundo luchó para convencerla de que sería menos difícil para ella irse a Tláhuac con sus suegros. Mi prima no

aceptó. Le dio por creer que a la hora de la explosión Claudio no estaba dormido, que por algún motivo había salido de la casa y que de un momento a otro regresaría a buscarla.

Dudo que después de tantos años la pobre de Isaura tenga esperanzas de que eso ocurra; sin embargo, continúa viviendo aquí. Su casa no queda lejos de la mía pero nunca ha venido a visitarme, ni siquiera porque a cada rato viene al jardín.

Sé muy bien que lo hace para molestarme, para que al verla sola me sienta culpable. No estoy inventando nada. Me lo gritó la única vez que la visité en el hospital y luego siguió diciéndoselo a todo el mundo. Nunca me importó porque tenía la conciencia tranquila. Desde el lunes, cuando sucedió el tercer accidente, ya no me siento igual.

V

Para las seis de la tarde todo esto era un desorden: gritos, carreras, llantos, rezos y enmedio las llamas grandísimas. Como si no se diera cuenta de nada, Isaura vino a sentarse en su banca. No sé en qué momento llegó porque, la verdad, a mí lo que me preocupaba eran mis hijos. Los mandé con su abuela, al Caracol, y yo me quedé en la casa por miedo de que, si me iba, entraran los ladrones a quitarnos lo poquito que tenemos.

Quise informárselo a mi marido. Le hablé por teléfono a su trabajo pero me dijeron que, al enterarse del accidente, había salido como loco. Sufrí de pensar lo que tal vez estaba imaginando: que a lo mejor para esas horas ya estábamos achicharrados, muertos. Recordé a Isaura y entonces miré hacia el jardín.

Allí estaba mi prima sentada, mirando las llamas que salían de los tanques y los chorros de agua con que los bomberos trataban de sofocarlas. Alguien gritó: ``Vamos a volar en pedazos''. El miedo que sentí fue terrible y me hizo pensar que era hora de acercarme a Isaura porque, después de todo, hasta esos momentos seguía teniendo mi conciencia tranquila.

Antes de ir en busca de Isaura decidí ordenar mis pensamientos. Lo único que conseguí fue recordar la tristeza que me causó su boda con Claudio, los enormes esfuerzos que tuve que hacer para acostumbrarme a verlos como un matrimonio feliz y, luego, para ocultar el regocijo que sentí cuando supe que la pareja tenía dificultades.

Comenzaron cuando Claudio se quedó sin trabajo. Después de algunos meses de pleitos Isaura decidió buscar empleo. Lo consiguió gracias a que aceptó cubrir el segundo turno en una fábrica. Su horario la inquietaba: ``Imagínate, saldré de aquí a las dos de la tarde y regresaré a las diez de la noche. Me da miedo que Claudio vaya a buscar a otra mujer''.

Procuré tranquilizarla y desterrar mis sueños: en secreto esperaba que Claudio, al sentirse solo, buscaría mi amistad como antes.

No lo hizo. Se refugió en otras mujeres y estúpidamente se lo reclamé. ``¿Qué te pasa? Ni que fueras mi esposa'', respondió.

Entonces se me ocurrió sugerirle a Isaura que pidiera cambio de horario. Vagamente le advertí de los peligros que corría su matrimonio. Ella volvió a escuchar mi consejo y logró al fin que la cambiaran al turno de la mañana.

Este lunes, cuando recordé todo eso, por vez primera me sentí culpable ante mi prima. He tratado de luchar contra este sentimiento, pero no logro borrarlo. Por el contrario, crece cada vez que veo a Isaura sentada en el jardín. Su soledad me causa un dolor tan grande como el que sentí aquella mañana, hace doce años, cuando entre escombros y fierros retorcidos, vi la guitarra de Claudio colgada en el único pedacito de pared que no tiró la explosión.