La Jornada Semanal, 17 de noviembre de 1996


Las almas muertas
de Luis Arturo Ramos

Enrique Serna

Está por salir al mercado editorial el nuevo libro de Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar (Joaquín Mortiz). En su nueva entrega, Serna uno de nuestros más brillantes narradores nos descubre una faceta apenas conocida de su trabajo: la del crítico agudo. En este ensayo reivindica la obra de Luis Arturo Ramos, autor injustamente olvidado, cuyo más reciente título, La Señora de la Fuente, representa una prueba más de su madurez narrativa.



Sin hacer ruido, dedicado a su trabajo con una discreción excepcional en un medio plagado de gente ansiosa por hacerse notar, Luis Arturo Ramos ha creado a partir de los años ochenta una de las obras más interesantes de la narrativa mexicana actual. Admirador de José Revueltas y miembro de una generación, la del '68, que en algún momento soñó con ser protagonista de la historia, Ramos ha eludido sin embargo la novela política, uno de los géneros favoritos de sus contemporáneos (Aguilar Camín, Lara Zavala, Carlos Montemayor), quienes por medio de la ficción han buscadoaclarar el pasado reciente de México. Tampoco se ha extraviado en el limbo de la llamada "novela del lenguaje", subproducto de la teoría literaria que en plena dictadura de la revista Tel Quel obnubiló a escritores de valía, como Gustavo Sáinz, Héctor Manjarrez o Jorge Aguilar Mora. Refractario a las modas, como todo novelista con verdadera personalidad, Ramos no es un escritor fácil de ubicar en un cuadro generacional, ni esa clasificación puede servirle de mucho a quien se proponga estudiarlo, pues lo poco que tiene en común con sus contemporáneos probablemente sea lo menos representativo de su obra.

Me refiero sobre todo a su primera novela, Violeta-Perú (Leega, 1979), donde todavía no encontraba su propia voz. Escrita con una prosa juguetona y desenfadada, Violeta-Perú tiene algunos episodios felices, como la tragicomedia de Pati la pescadora, pero el autor se regodea demasiado en la descripción del folclor urbano, como si tratara de instaurar un régimen igualitario en el terreno de las letras (ideal respetable, pero que al convertirse en consigna constriñe la libertad creativa). Por su registro fiel de lo pintoresco y su empeño antropológico en fotografiar con exactitud el bullicio de la ciudad, Ramos era hasta entonces un novelista varado en la crónica imaginaria. La historia del borrachín desempleado que va tejiendo fantasías revolucionarias y eróticas en el trayecto de un autobús urbano pudo ser escrita por Armando Ramírez, Emiliano Pérez Cruz o Agustín Ramos, quienes en esos años estaban publicando narraciones del mismo corte, bajo la influencia de Efraín Huerta y José Agustín. En cambio, las obras posteriores de Ramos no se parecen a nada porque son el fruto de una búsqueda interior, de una exploración compleja y madura del alma humana. Sólo él y nadie más pudo haber escrito el estupendo ciclo formado por Intramuros, Los viejos asesinos, Este era un gato y La casa del ahorcado.

Si tuviera que definir en pocas palabras una obra tan reacia a las simplificaciones, diría que el tema dominante en su narrativa es la visión del hombre como enemigo de sí mismo. Observadorinclemente del estancamiento vital, del angustioso letargo en que naufraga la gente sin expectativas, Ramos ubica la mayoría de sus ficciones en la provincia mexicana, sobre todo en el puerto de Veracruz, donde transcurren Intramuros y Este era un gato. En apariencia, la sofocante mezquindad que rodea a los personajes determina el curso de sus vidas, pero un lector atento descubrirá que se trata de un determinismo relativo, pues cada voluntad que se deja aplastar por el medio contribuye al mantenimiento de la parálisis colectiva. "La mediocridad es la ley, la medida del hombre, su país, su traje más elegante", dice Teodora Ricalde en un monólogo de Intramuros. Si el hombre tiende naturalmente a la mediocridad cuando ninguna fuerza exterior lo obliga a nadar contra la corriente, qué tanto pesa el contexto social en la conducta humana?

Quizás el mundillo sórdido y cerrado de la provincia no sea una fatalidad superpuesta a los personajes de Ramos, sino una metáfora amplificada de su horror a la libertad. Así ocurre en Intramuros (Universidad Veracruzana, 1982), donde hay una clara correspondencia entre el carácter ensimismado de los refugiados españoles y el infierno circular en que se encierran a vegetar de por vida. Otras veces, la caída en el vacío se presenta como un proceso de adaptación a la podredumbre ambiental. En La casa del ahorcado, al observar una montaña de basura custodiada por un grupo de pepenadores emblema de la corrupción en el México salinista, Enrique Montalvo comenta: "Para vivir en esa pocilga, y la apariencia de los habitantes lo confirmaba, era necesario contagiarse de todo, asimilarse a todo, participar de la unidad perfecta e irreversible que sólo proporciona la muerte." De lo anterior se desprende que si en Violeta-Perú Ramos veía la realidad como una lucha entre fuerzas sociales, a partir de los años ochenta transita del marxismo al existencialismo, y empieza a escudriñar con mayor agudeza la mentalidad del individuo alienado que se entrega a la abyección por dejar su destino en manos de los demás.

La idea de que el hombre lleva dentro a su peor enemigo, consustancial a la narrativa de Ramos, toma un sesgo fantástico en Los viejos asesinos (Premiá, 1985), un conjunto de historias deliberadamente ambiguas donde no es fácil precisar la línea divisoria entre la imaginación paranoica y la irrupción de lo sobrenatural. El hilo conductor que confiere unidad al volumen probablemente se encuentra en el título del libro, que no alude a ningún cuento en particular sino a lo que Poe llamaba "el demonio de la perversidad", alojado en la conciencia de cada hombre. En "Lo mejor de Acerina", una especie de thriller filosófico-tropical, a medio camino entre "Pedro Navajas" de Rubén Blades y "El perseguidor" de Cortázar, la inversión de papeles entre el asesino y la víctima, que al momento de los disparos resultan ser la misma persona, presupone la existencia de una identidad criminal intercambiable, de un espíritu homicida que funde en un solo ser a los hombres de la misma calaña. Este demonio impersonal es el verdadero protagonista de los cuentos, ya esté encarnado en el siniestro doctor de "Médicos y medicinas", que va desarrollando un rencor patológico contra uno de sus pacientes, hasta ahogarlo con una almohada, o en el francotirador de "El visitante", encargado de ejecutar a los peatones de un pueblo ante la inminencia del Juicio Final.

Los viejos asesinos lleva un colofón titulado "Lista de amigos-lista de enemigos" que parece aludir a una estructura oculta entre líneas. La prostituta de "El segundo viaje", asesinada por Cristóbal Colón tras haber descubierto su identidad, aparece en la lista de amigos enfrentada a La Historia, mientras que Montalvo,el Vale y el Vigilado, los gángsters de "Lo mejor de Acerina", se oponen a un Otro multiplicado por tres, como si cada cuento narrara un choque entre fuerzas ocultas, un duelo de ciegos en el que la etiqueta de "amigo" no equivale a "bueno", pues muchas veces los amigos se encargan de ejecutar a los inocentes. El colofón deja varias preguntas en el aire. De quién son amigos y de quién son enemigos los personajes? Del autor? Del azar? De un Dios arbitrario y canalla? Si entre los verdugos y sus víctimas muchas veces no existe amistad o enemistad, sino más bien indiferencia, cuál es el criterio para clasificarlos en una u otra lista? No creo que estos enigmas tengan una respuesta unívoca, pues el propósito del autor, más que explicar sus historias o proponer un código interpretativo, es incitarnos a buscar un eje de rotación en el subsuelo del texto.

Junto al placer de la lectura, la narrativa de Ramos plantea un reto que consiste en descubrir la relación secreta entre narraciones aparentemente inconexas. El binomio de relatos Domingo junto al paisaje (Leega, 1987) y la novela La casa del ahorcado tienen la estructura abierta de un modelo para armar, que sólo empieza a delinearse después de una relectura. En el primer caso, las narraciones "Domingo" y "Junto al paisaje", correspondientes a distintas épocas del autor (la primera fue escrita en 1985 y la segunda en 1972), son dos polos opuestos que el título enlaza en una conflictiva armonía de contrarios. "Domingo", la historia de un aspirante a escritor que tras haber fracasado en la literatura vuelve a ejercer su olvidada profesión de médico mientras ve agonizar a su madre, puede considerarse un rescoldo de Los viejos asesinos, por el anquilosamiento y la sordidez del protagonista, y por la insistencia quevediana en presentar a los galenos como enemigos de la humanidad. Pero en "Domingo" Ramos renueva el tópico del médico asesino, porque su protagonista es un psicópata literario, condenado a repetir en su consultorio la misma torpeza criminal que antes cometió en sus tentativas como escritor, cuando aniquilaba a sus personajes antes de haberlos creado.

Símbolo de la crueldad que nace de la frustración creativa, el doctor se contrapone en un efecto de claroscuro a los ingenuos y felices novios de "Junto al paisaje", quienes viajan de Veracruz a México en tren, con el propósito de casarse en secreto y obligar a sus padres a aceptar un hecho consumado. En este relato de juventud, Ramos emplea el mismo lenguaje cinematográfico de Violeta-Perú (ambas historias narran un viaje, lo que explica el tono descriptivo, a veces preciosista, del narrador) pero le imprime una carga de erotismo inusitado y sutil, situándose en la perspectiva del muchacho absorto en la contemplación de Teresa, la sensual colegiala que en algún momento se funde con la vegetación del paisaje. El ciego que los acompaña en el tren desempeña la misma función de la oscuridad en los cuadros de Rembrandt: su presencia subraya por contraste el banquete visual del joven, como si la belleza de la muchacha cobrara mayor realce por la circunstancia de que alguien no pueda verla. En otro plano interpretativo, la gentileza de la colegiala que sirve al ciego como lazarillo, confrontada con la mezquindad del doctor que al final de "Domingo" quita las ruedas a la cama de su madre y la condena a pudrirse en el rincón de la vivienda, produce un equilibrio contradictorio, una confluencia paradójica entre la piedad que nace del amor a la vida y el afán destructivo que brota de su negación.

En las novelas mejor logradas de Ramos, el leitmotiv encierra la clave o las claves que resumen de manera cifrada el contenido del texto. Se trata de un dato a primera vista irrelevante, que va cobrando significado conforme avanza la narración y aflora la patología existencial de los personajes. El leitmotiv funciona también como un espejo en que la novela contempla su propia escritura. En Intramuros, el prolongado letargo de los españoles que desembarcan en Veracruz y se quedan estancados en el puerto por miedo a explorar lo que hay tierra adentro, se anuncia en la dentadura podrida del polaco que los acompaña en el viaje a México, y en la vieja litografía de la ciudad amurallada que presagia la suerte del anarquista José María Finisterre, condenado a llevar una vida claustrofóbica sin rebasar nunca el perímetro del mapa. La reiteración de ambos motivos el plano de Veracruz y la sonrisa del polaco intensifica la atmósfera de esclerosis y abulia que inmoviliza a los personajes. En cierta forma, Finisterre, Gabriel Santibáñez y Esteban Niño son el reverso timorato de Hernán Cortés y sus lugartenientes. Paralizados de cobardía, se quedan en la orilla del Nuevo Mundo y sólo aspiran a conquistar el sitio que ocuparán bajo tierra.

El entramado simbólico de Este era un gato (Grijalbo, 1988) es más complejo y sugestivo. El adolescente Alberto Bolaño, narrador y protagonista de la novela, descubre paulatinamente que su animal más temido, el gato, ejerce un poder totémico sobre sus actos. Después de combatir a los gatos que tratan de matar a las crías de una gata recién parida, Bolaño se comporta, en sus travesuras de preparatoriano fascista, como los felinos que antes ahuyentó a escobazos: participa como testigo mudo en la violación de su sirvienta (la gata Macrina) y, finalmente, cuando espera en un hotel a Miguel Herrador, su llegada que también es la de la muerte se le anuncia con arañazos en la puerta del cuarto. Otro motivo central de la novela es la imagen de san Miguel Arcángel degollando al demonio que adorna la recámara de Miguel Herrador, nieto de un mártir cristero y primogénito de un periodista de extrema derecha. El arcángel es un emblema familiar que representa el miedo a los cuerpos y el ánimo vengativo de tres generaciones enfermas de pureza. Los Herrador, adversarios del demonio en todas sus manifestaciones (la lujuria, el peligro comunista, el anticlericalismo de Calles), arrastran el pecado original de haber colaborado con el ejército estadunidense durante la invasión de 1914. Su traición los vincula con Luzbel, y para redimirse no tienen otra salida que lavar con sangre la honra familiar asesinando al ex soldado gringo Roger Copeland, en uno de los desenlaces que Ramos propone a sus lectores. La trayectoria de la familia revela que San Miguel y Lucifer, el ángel bueno y el ángel traidor, forman un monstruo de dos cabezas.

Roger Copeland y la prostituta tuerta Eloísa Triana, alias Tirana, comparten otro leitmotiv que funciona como eje estructural de la novela. El "ojo de humo", de Tirana y la cicatriz en la pierna del francotirador son dos oquedades repletas de significado. Cliente de Tirana durante la invasión de 1914, cuando se dedicó a cazar mexicanos apostado en un cuarto de hotel, Copeland recibe el balazo de la prostituta en un rondín callejero. Al encontrarse 60 años después, el ojo de Tirana, humeante como el rifle del tirador, se contrapone con la cicatriz en la pierna de Copeland, que Ramos compara con un ombligo, como insinuando que hay un cordón umbilical entre las dos hendiduras y los dos personajes. Si Copeland cerraba un ojo para ubicar en la mira de su rifle a los defensores del puerto, Tirana le abre uno en la pierna. Su venganza tiene una connotación sexual, pues el balazo de la tuerta es una manera de penetrar al cliente que penetró el más íntimo de sus ojos. Como en las novelas de Pérez Galdós, las deformidades físicas de los personajes encierran metáforas de su destino.

En Intramuros y Este era un gato, Ramos ha hecho todo lo posible por destruir la imagen de Veracruz como un puerto bullanguero y festivo. Su afán de evitar el folclor lo ha llevado a prescindir del lenguaje coloquial, de las eses aspiradas, del son jarocho, del chilpachol de jaiba y de cualquier otro elemento costumbrista que nos recuerde al puerto de las tarjetas postales. Parece que su tentativa es decolorar el trópico, y lo ha conseguido al extremo de convertir a Veracruz en una ciudad onettiana. En México, la crítica suele calificar de "urbanas" a las novelas que transcurren en el Distrito Federal, pero el caso de Ramos obliga a extender o desechar la etiqueta. Paradójicamente, la más chilanga de sus novelas, Violeta-Perú, pecaba de provinciana por su costumbrismo exacerbado. Empezó a escribir novelas urbanas cuando trasladó sus ficciones a Veracruz. En los personajes del puerto ha capturado lo que tienen en común con los de cualquier otra ciudad latinoamericana, sin prestarle demasiada atención a su "identidad cultural". Con lo anterior no pretendo insinuar que Ramos sea un escritor "provinciano" en el sentido peyorativo de la expresión. Al contrario, creo que la universalidad y la excelencia de Este era un gato provienen de una inmersión tan profunda en el microcosmos de la novela que hace innecesario el color local. Borges decía que los escritores árabes no hablan de camellos. Ramos tampoco se detiene en los atributos exteriores de Veracruz porque sólo ve la esencia de la ciudad, o para ser más exacto, la manera como el ser colectivo se refleja en la conciencia de sus personajes.

Si en la narrativa de Ramos las ciudades parecen prisiones, los hogares funcionan como celdas de castigo. Por medio de un paralelismo angustioso, el estrechamiento de los espacios acompaña el derrumbe psicológico de los personajes. Así ocurre, por ejemplo, en "Domingo", cuando el doctor deja de salir a la calle y se encierra en su consultorio; o en "Cartas para Julia", un cuento extraordinario incluido en Los viejos asesinos, donde el inquilino de un departamento se vuelve loco al descubrir que su antigua ocupante, una suicida a quien sólo conoce por referencias, sigue recibiendo cartas después de muerta. Atormentado por una transferencia de culpabilidad que recuerda el cine de Hitchcock, el protagonista termina encerrado en un doble calabozo: el de su neurosis y el de la vivienda que habita, donde espera con horror a los visitantes de la suicida. Lo mismo pasa en Este era un gato, cuando Alberto Bolaño se recluye por voluntad propia y su único contacto con el mundo son las cartas que Miguel Herrador le envía desde Barcelona.

En Intramuros hay otro loco postal, Gabriel Santibáñez, que nunca deja de escribir cartas a su difunta hermana, a quien trata de engañar haciéndole creer que es un gran triunfador. Para estos náufragos de la soledad, la correspondencia es un instrumento de catarsis: a falta de otro contacto con el exterior necesitan enviar cartas adonde sea, porque de otro modo deberían admitir que están muertos en vida. La técnica de recomenzar interminablemente la misma historia, un poco a la manera del nouveau roman, con la que Ramos obtiene magníficos resultados en Este era un gato, viene a ser una expresión formal del confinamiento psicológico de los personajes. El narrador teje y desteje su relato como ellos hilan y deshilan la madeja de la locura.

En La casa del ahorcado, Ramos reincidió en su tema favorito, la claudicación moral del hombre contemporáneo, llevándolo al terreno de la comedia con un enfoque satírico de la realidad mexicana actual. Se trata de un cambio de tono, pero no de contenido. La vida de Enrique Montalvo no desmerece en patetismo frente a la de Alberto Bolaño o Gabriel Santibáñez, pero el autor la observa con frialdad, como espectador imparcial de una mascarada grotesca. Montalvo no es un personaje aislado, como los protagonistas de las anteriores novelas: tiene una vida social tan intensa como repulsiva. Sus amistades, contubernios y adulterios reflejan la avanzada podredumbre de una generación "estragada por el engaño, las hemorroides, los infartos y el cáncer, pero sobre todo, por el miedo". La personalidad camaleónica de Montalvo se adapta a todas las cloacas, de manera que la casa del ahorcado a la que hace referencia el título no sólo es la suya sino el país entero. A los 50 años, víctima de impotencia sexual y recién ingresado a la legión de burócratas que hacen negocios a costa del erario público, Montalvo se define a sí mismo como un apóstol del conformismo. "He aprendido que la victoria contra la enfermedad no reside en la medicina sino en el contagio. Contaminarse, incorporar el virus no para aniquilarlo con los anticuerpos de la conciencia sino para convivir con ellos. Esta, y no otra, es la verdadera razón de las vacunas. No la salud sino la enfermedad: aprender a vivir dándole sopitas de su propio chocolate."

Por la recurrente analogía entre la vida interior de Montalvo y la corrupción de la sociedad en que vive y medra, La casa del ahorcado se inscribe dentro de la llamada "novela de la crisis", un subgénero que puede llegar a ser canónico en nuestras letras, pues la crisis económica, política y social iniciada según algunos en 1982, y según otros en 1976, no tiene para cuándo acabar. Sin la amplitud de un fresco social, pero más penetrante que Cerca del fuego o Cristóbal Nonato en la observación del inconsciente colectivo, la novela de Ramos explora los estragos domésticos de la crisis, la manera embozada y sinuosa en que la corrupción va inficionando paulatinamente la intimidad de los hombres. El humor sarcástico del narrador pocas veces salta a la superficie, pero está implícito en el lenguaje hipercorrecto de Montalvo, que se expresa con mayor pulcritud conforme su vida se va convirtiendo en un gigantesco ripio. Fiel a su visión de la novela como una estructura inacabada que exige la participación del lector, Ramos intercala a mitad del texto "La balada de Bulmaro Zamarripa", un cuento policiaco espléndidamente resuelto, que sirve de contrapunto irónico a la impotencia de Montalvo, reflejada en el extravío de un símbolo fálico, la pistola de Hitler, por la que se matan entre sí los camisas negras de Argentina y México.

Con autores como Luis Arturo Ramos va cobrando fuerza en México una literatura de resistencia, que vale por sí misma independientemente del respaldo o la bendición que puedan darle los caciques de nuestras letras. Escritor excéntrico en el sentido literal de la palabra, Ramos ha hecho su carrera fuera de los centros de poder cultural, primero en Xalapa y ahora en El Paso, Texas. En un país donde todo viene desde lo alto de la pirámide puestos, negocios, reconocimiento la aspiración de ser independiente se paga muchas veces con la zancadilla o el ninguneo. Por factores extraliterarios, Ramos todavía no tiene la cantidad de lectores que se merece, pero ya es un punto de referencia obligado para aquilatar en su justo valor la narrativa mexicana de hoy.