Una vez más la tragedia en forma de fuego y de una nube de humo. De nueva cuenta el dolor, la desesperación, pero también la solidaridad, la entrega sin reparos... la gente con sus sufrimientos y su heroísmo. Otra vez noviembre, otra vez San Juan Ixhuatepec.
El pasado lunes, poco después del mediodía, se produjo una fuga de gasolina que ocasionó la explosión simultánea de tres suministros de almacenamiento de Petróleos Mexicanos (Pemex) con capacidad para 105 mil barriles. El incendio se prolongó por más de día y medio, y requirió de la intervención de 200 bomberos y de los trabajadores del área de seguridad de Pemex para controlarlo.
Como en otras desgracias naturales, o en accidentes involuntarios u ocasionados por fallas humanas, o por la insuficiencia de recursos y apoyos al mantenimiento de los equipos y la revisión de los sistemas de seguridad, al desastre y la conmoción iniciales le siguieron, como respuesta ante la muerte y la destrucción brutales, la movilización de los trabajadores de la empresa que sufrió el siniestro y de los vecinos amenazados por sus efectos nocivos; la actuación de instituciones tradicionalmente comprometidas con la defensa de la vida como el cuerpo de bomberos y de otras responsables de la seguridad y el orden, como el ejército; de los medios de comunicación y de diferentes instancias del gobierno y la sociedad.
Como en otras trágicas ocasiones hubo muertos, heridos y damnificados. En el caso del incendio del lunes 11, cuatro personas perdieron la vida: tres trabajadores de Pemex y un bombero; hubo 19 heridos y 5 mil desalojados.
Qué manera de cimbrar al país, la vida cotidiana y las conciencias; qué llamada de atención para reforzar las inversiones en seguridad y mantenimiento de las instalaciones y para replantear las prioridades financieras; qué forma de recordarnos la necesidad de asumir un compromiso colectivo en favor de una cultura de la seguridad laboral y la protección civil; qué ejemplos de heroísmo, de apego al deber y de solidaridad.
Hechos como el incendio en San Juan Ixhuatepec --que golpean de manera brutal lo más preciado que tenemos como individuos, sociedad y nación: la vida, la salud, la seguridad-- vuelven a llamarnos la atención sobre el modelo de desarrollo y las políticas de urbanización que hemos seguido en el país; vuelven a reverlarnos la vulnerabilidad de los complejos industriales y los peligros existentes en las grandes concentraciones de población; vuelven a poner al descubierto que son los trabajadores en quienes descansa en última instancia la seguridad y la sobrevivencia de las empresas que, por encima de sus salarios y prestaciones, son ellos los que en momentos de emergencia aportan más sacrificios para la sobrevivencia de las fuentes de empleo, o para el mantenimiento de la producción o la continuación de un servicio público.
Como en el mismo San Juan Ixhuatepec hace doce años, como en la ciudad de México hace poco más de una década, es la sociedad, la gente común y corriente, la que más resiente los estragos de un incendio o un sismo, y es también ella la que responde solidaria, activa, convirtiendo el dolor y la desesperación en generosidad y esperanza.
Trabajadores de Pemex y bomberos lucharon durante más de día y medio por apagar el incendio a riesgo de su salud y aun de sus vidas. Hubo muertos y heridos entre ellos. ¿Qué los movió a actuar así?, ¿cómo no pensar que hay esperanza entre nosotros, cuando el sentido del deber, cuando la preservación de la vida y la protección de las personas llevan a actos de tal desprendimiento del interés personal en beneficio de los demás?
No pueden predominar el desaliento y la confusión, ni la desconfianza y la degradación entre los mexicanos, cuando una y otra vez, desde posiciones humildes, con un alto sentido de la responsabilidad, con un profundo sentido de la entrega, el pueblo sencillo, el bombero ante la emergencia, el trabajador en su puesto, el soldado frente a una calamidad, el vecino ante su ciudad, el ciudadano de cara a su país, responden por la vida.