Hermann Bellinghausen
Safiro

Y pensar que sólo había querido estar más cerca. Velonio lo pensaba y pensaba al correr de los años, hasta viejo que llegó a ser. Era una historia que contaba ante determinadas presencias, aquellas que le hacían sentir su corazón. Como eso no sucede todo el tiempo, Velonio procuraba no desperdiciar la oportunidad. Tan feliz era este viejo que hasta cuando triste se sentía pleno. (Algo que su amigo de tertulia, León Felipe, siempre admiró.)

Velonio ya era abuelo: el abuelo Velo. Bostezaba seguido, y más si en la mesa había vino, pero sus bostezos, como sus estornudos, eran el anuncio de una historia. De los húngaros averiguó la relación directa entre los estornudos y la verdad del siguiente relato.

Velo todavía era un poco joven y vivía en Madrid, su país de entonces. Y en Soria tenía una joya refulgente, Elena, una muchacha campesina que él llama ``mi Safiro'', con incontrolable instinto de posesión y la extravagancia de no pronunciar la zeta de zafiro y suavizarle el nombre. Tal vez pensaba en Safo.

Los tiempos se desgarraban. La República estaba a fines de su corto verano. Velo era brigadista, en materia educativa. Lo suyo siempre fue la educación. Se las arreglaba para flotar con todos sin ser comunista ni anarquista, ni otra cosa que brigadista.

En Soria formó un grupo de teatro. Campesinos que no lograban leer pero memorizaban versos de Alberti y escenificaban con gusto la Mariana Pineda, y Safiro de heroína. Una vez, quisieron montar Bodas de sangre, cuando ya todo se había ido a la mierda y España era un país en guerra.

Excepcionalmente, Velo actuó; por lo regular ponía las obras pero no las hacía. Quiso ser Leonardo, si Safiro era la Novia. Sólo así pudo robarla. En la vida real, no se atrevía a mirar los ojos de Safiro, ni decirle, a ella, que tiembla de acuerdo al texto y no quiere escucharlo.

--Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego encima! Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. Cuando las cosas llegan a los centros no hay quien las arranque.

El abuelo Velo se ponía de pie para decir las partes, que formaban parte del relato de Safiro, de cuando ella, perdidamente, lamentaba:

--Y sé que estoy loca, que tengo el pecho podrido de aguantar, y estoy aquí quieta por oírlo, por verlo menear los brazos.

Cuando contó la historia a sus nietos, la mayor se puso a llorar, pero no se dejó abrazar por su mamá, que decía a Velo:

--Ya, papá, deja a las niñas por favor en paz.

Pero ellas gritaron que no, que siga, que siga, y Velonio descorrió por única vez el velo de su pasado para los niños y las niñas de su descendencia.

Reconocía, en su vejez, que en Soria perdió si no la razón, el corazón, o viceversa. Y eso dicho por alguien viudo en las sucesivas partes de su vida.

Practicó en Soria entremeses de Cervantes y Lope de Rueda, hasta que todo lo dispersaron los franquistas. Safiro, un día que llegó Velo de Madrid, ya no estaba. Por años la buscó en Argelés y en México. Mandó cartas a Argentina, consultó la tabla ouija; se siguió casando cada que podía, no sabía estar solo.

Le quedaba a Velo la buena memoria. El momento de Safiro, ensangrentada novia, enfrentada a la Madre rota con más pasión que culpa y todavía dispuesta a todo, que al final de la obra es casi nada, con el noio y el amante liquidados.

--Porque yo me fui con el otro, me fui. Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes.

Aquí, según Velo, Safiro se desmoronaba, diciendo:

--Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua fría, y el otro me mandaba ciertos pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabeza de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos.

Entonces lo interrumpió una vecina. Como era domingo, pasaba a saludar, según esa costumbre mexicana de ``dar su vueltecita'' que a Velo le parecía tan extraña.

Sería el vino, o que Velo estaba especialmente sentimental a causa de las niñas, la cosa es que esa única vez se le quebró la voz. Bodas de sangre la representaron una sola ocasión, sin público ni vestuario, en un olivar mudo, ya como grupo perseguido, no lejos de Soria.

No volvió a verla. Cuando vino la última vez de Madrid en aquel camión de animales, dispuesto a decirle que la quería, que lo siguiera, ella no estaba. Nunca más supo de Elena, su Safiro. Y pensar que él sólo había querido estar más cerca