Anticlimática, por decir lo menos, resultó la votación que el jueves pasado en la Cámara de Diputados resolvió la reforma electoral. Una sesión atropellada y revanchista fue la injusta coronación de casi 20 meses de negociaciones al más alto nivel para darle definitividad a las reformas políticas, para lograr el ansiado carpetazo a los debates en torno al entramado legal que debe regir los comicios. El clima político se descompuso, y la sensación inevitable es que se incumplió la promesa apostada, que el caracter definitivo que se buscaba es de nuevo desgastantemente relativo, y que la equidad en las condiciones de la competencia sigue siendo una asignatura pendiente.
Justamente en ese tema fue donde nunca llegaron los acuerdos. Sin por supuesto menospreciar los avances logrados en otras áreas, el de la equidad parecía siempre como el motivo de la reforma. Volverse a sentar a discutir reglas, parecía tener sentido si se resolvía el tema de las condiciones de la competencia.
No resuelto éste, la reforma aparece como una riesgosa contrahechura en que, por una parte, se lograron avances no despreciables para ampliar garantías a los partidos: se cuenta con un Consejo General que disfruta del consenso de todos los partidos, e incluso, más allá de la propia reforma, se cuenta con un expediente electoral que, salvo excepciones, se ha podido acreditar en lo que va de este sexenio como capaz de procesar contiendas competidas sin mayores problemas. Y por otra parte, la imposibilidad para conciliar las agendas e intereses particulares de los partidos políticos, ha vuelto a encender las pasiones, ha generado un clima de desencanto, y en general ha sembrado pronósticos muy sombríos para la próxima contienda federal electoral.
Y es que el dato del consenso ciertamente no es menor; quienes lo situaron en un lugar preponderante fueron los propios negociadores, por lo demás los hechos (reforma constitucional, integración del Consejo General del Instituto Federal Electoral) autorizaban la expectativa; en esas condiciones es difícil apelar ahora a la regla de la mayoría, cuando la divisa con que se trabajó todo el tiempo era el consenso. Ello permitía, por ejemplo, que la polémica medida de las listas nacionales para renovar el Senado, atajara críticas y situara ese debate casi en el nivel de los gustos personales, toda vez que el dato político sustantivo era, de nuevo, el consenso de los partidos políticos. Enaltecer el consenso no se hace para condenar a cualquier iniciativa de gobierno al fracaso si no logra la unanimidad, eso sería tanto como desnaturalizar la democracia; sin embargo en el caso que nos ocupa, parecía la premisa para darle dedinitividad.
El nuevo escenario de ley de mayoría para la reforma electoral puede tener varios riesgos. Por un lado que la legitimidad de proceso se haga depender más de los resultados electorales que obtengan los partidos, que de la pulcritud con que se haya conducido el proceso; por otro lado, que se genere una suerte de parálisis legislativa o paréntesis debido no sólo a los cálculos de los partidos, sino a que las relaciones entre ellos y las autoridades hayan quedado sensiblemente lesionadas. Y por último, se corre el riesgo de que el clima enrarecido que se deriva de la pérdida del consenso goce no sólo de incentivos para envenenarse más (la proximidad de la contienda), sino que al hacerlo sepulte o empañe los avances que sí se lograron, arriesgue los activos que sí se conservan. Al tiempo. Ojalá pasado el desencanto se reconstruyan las condiciones para terminar de normalizar nuestra vida democrática, las oportunidades para hacerlo se pueden llegar a agotar.