El Centro Cultural de Arte Contemporáneo celebra sus 10 años de existencia con una espléndida exposición de 118 obras que corresponden en su mayoría a la vigencia del expresionismo abstracto. Esta denominación fue sancionada por el uso desde que Gottlieb la revivió recordando que en los años veinte se había utilizado en referencia a las ``improvisaciones'' de Kandinsky. Como sucede con la enorme mayoría de las denominaciones, ésta no es muy cómoda, Robert Coates la retomó en el número de marzo de 1946 del New Yorker para comentar las nuevas obras de varios de los artistas que ahora podemos ver aquí. Sin embargo hoy, al enfrentarnos a la cuidadosa selección de pinturas, lo primero que vemos es que muchas de ellas o no son expresionistas o no son abstractas o no son ninguna de las dos cosas. La museografía del CCAC es clara en ese y en otros sentidos. En el primer nivel se han ubicado los pintores más reconocidos dentro de lo que conocemos por expresionismo abstracto, acompañados de los color field painters que les fueron contemporáneos y que en conjunto suelen integrarse a la llamada Escuela de Nueva York (aunque no se trate de ninguna escuela, lo que hay mayormente es una actitud hacia la pintura que comparten los artistas).
Si tomamos en cuenta los antecedentes de las obras ``tope'' prototípicas de este gran movimiento, veremos que varios de los protagonistas por un lado buscaron lo primitivo dentro de sí mismos (los contenidos arcaicos freudianos o los arquetipos jungianos), y por otro, acudieron a ciertos signos --más que figuras-- vinculados al arte indígena estadunidense o al arte tribal. Tal rasgo resulta muy claro en Baziottes, Gottlieb e incluso Pollock, pero no lo es tanto en otros. Sucede así que uno de los artistas más estimados, más influyentes y también más desdichados de esa época heroica que corre aproximadamente de 1944 a 1952: el armenio Archile Gorki, acudió a otro tipo de recursos, que provienen directamente del llamado ``automatismo psíquico'' de los surrealistas. Quizá no se ha pensado lo suficiente en que el movimiento encabezado por Breton tuvo su más genuina ``encarnación'' pictórica en muchos de los que aquí vemos congregados. No es al acaso que Matta y Masson hayan logrado influir a través de su palabra y de sus actitudes en algunos de ellos ni tampoco que Motherwell tuviera como parte de su background teórico la poesía dadá.
Pero en primer término debemos ver este conjunto como exaltación de la pintura, la caligrafía pictórica y el signo. Hay obras espléndidas, masterpieces del siglo XX, como las Mujeres de De Kooning, la de 1952 y la de 1954, antecedidas por su pieza de tónica gorkiana titulada Brown and white (1947) o como el bellísimo y complicado Número 8 de Pollock (1949), precedido por el óleo Dos (1943), en el que aparecen figuras totémicas con vestigios picassianos.
Cuando se ve un conjunto de pinturas de formato enorme realizadas por varios de los aquí reunidos en los museos estadunidenses, la impresión que queda es que reiteraron en demasía sus modos de hacer. Lo interesante de esta exposición es que no se recaba esa impresión; cada pieza es apreciable por sí misma y las diferencias privan sobre las similitudes entre las obras de un mismo autor.
Así el número 7, de Pollock (1952), parece producto de una moción desde adentro, similar a la que en 1939 animó sus dibujos realizados bajo tratamiento psicoanalítico con el junguiano Joseph Henderson. La obra a la que me refiero es también dibujística, aunque en este caso se trate de una tela de 134 x 101 y resulte atípica del momento en que se produjo. Atípica porque no es una pintura over-all, donde la posible iconografía se encuentra velada por el movimiento rítmico, acelerado, paradójicamente siempre ordenado del action painter.
La obra más antigua que se exhibe de Pollock es Naked man (ca. 1940), pintada después de una severa crisis que lo alejó de las telas y ya con la experiencia del Siqueiros workshop (1936) en su haber. No hay ya en ella referencia alguna a su antiguo y querido maestro, el pintor regionalista Thomas Hart Benton: antes al contrario, es posible verle convergencias no sólo con Siqueiros, sino también con Orozco. La iconografía aquí es ritual (recordemos al Caín de Siqueiros y el Cristo desollado de Orozco en Darmouth), pocos años después Pollock convertiría el pouring y el dripping en un acto ritual, no tan automático ni tan espontáneo como muchos han querido ver. Basta observar las obras aquí presentes: el entretejido que ofrecen en pequeño o mediano formato es muy similar al que ostentan sus obras de ``espacio ilimitado'' que en plan de friso realizó muchas veces por encargo.
Si dedico espacio a Pollock, más que a otros pintores, o a aspectos generales de la exhibición es porque tenemos todavía fresca la asociación Siqueiros-Pollock que Jurgen Harten realizó el año pasado en el Kunsthalle de Dusseldorf. Como aquélla, esta exposición del Centro Cultural de Arte Contemporáneo se acompaña de un importante libro-catálogo.