La Jornada 19 de noviembre de 1996

Luis Hernández Navarro
Las chichis de las culebras

Con la aprobación de la última reforma electoral el PRI garantizó su triunfo en las elecciones de 1997 pero colocó al país ante convulsiones políticas y conflictos sociales de profundidad insospechada. Al aplicar la ``regla de oro'' de la democracia y echar a caminar la ``aplanadora'' en la Cámara de Diputados, el partido oficial hizo valer sus intereses de corto plazo sacrificando los de la nación.

Concluyó así un proceso de casi dos años, en el que de la oferta gubernamental de realizar una profunda reforma del Estado se pasó a la negociación de una reforma electoral ``definitiva'', y de allí se concluyó en una limitada (y en algunos puntos regresiva), a decir del jefe del Ejecutivo, ``la última'' de su gobierno. En el camino fueron desechadas iniciativas como el plebiscito, el referéndum y la iniciativa ciudadana. Por más que se hayan tenido avances (como la salida del Ejecutivo federal de la dirección del IFE), en la recta final prácticamente fueron canceladas las coaliciones electorales, se mantuvo la inequidad en el proceso electoral y se garantizó la sobrerrepresentación de las dos primeras fuerzas.

De continuar la reforma electoral en los términos en que había sido consensada entre los partidos, ésta habría dejado insatisfechos a amplios sectores de la población porque dejaba fuera un conjunto de demandas de democracia directa enarboladas por grupos relevantes de ciudadanos, así como la posibilidad de competir electoralmente sin el registro de un partido político, a través de candidaturas ciudadanas, y porque prácticamente cerraba las puertas al reconocimiento legal de nuevos partidos y reforzaba el monopolio de la participación electoral de los partidos con registro, a despecho de iniciativas ciudadanas o de nuevos agrupamientos partidarios.

La insatisfacción generada por estas limitaciones era parcialmente neutralizada por la esperanza de contar con mecanismos electorales equitativos y confiables. La ruptura de los consensos por parte del PRI tendrá como consecuencia inmediata la reactivación del malestar y la desconfianza de una amplia franja de fuerzas políticas y sociales emergentes y cuya capacidad de convocatoria no es nada desdeñable.

Los acuerdos alcanzados por los partidos daban al régimen un indudable capital político. Sin resultados positivos en la recuperación de los niveles de bienestar de la población, la reforma electoral (en la que los partidos de oposición obtenían concesiones) le permitía mostrar saldos favorables en el terreno político. Le posibilitaba establecer un pacto con la clase política agrupada en la oposición partidaria, que servía, simultáneamente, como una ``moratoria'' a las demandas económicas y sociales, y como ``colchón'' a las exigencias democratizadoras de amplios sectores sociales. Al romper los acuerdos, el partido oficial canceló las posibilidades de instrumentar esta ``tregua'' y obligó a las oposiciones partidarias a definiciones sobre su futuro, que, inevitablemente, precipitarán al país a una zona de incertidumbre y mayores conflictos.

Ciertamente, los partidos de oposición pueden hacerse ilusiones de que aún con las nuevas reglas del juego tienen posibilidades de ganar. Pueden poner como ejemplo las recientes elecciones en el Estado de México y Coahuila. Sin embargo, no pueden dejar pasar por alto el mensaje que el tricolor ha enviado con estas reformas: está dispuesto a todo, menos a perder el poder. Tampoco pueden ignorar la existencia de una creciente ola de luchas sociales y ciudadanas por la democracia que se desarrolla (dependiendo de las circunstancias) con ellos, sin ellos, a pesar de ellos o contra ellos.

Cuando el presidente Zedillo se vanagloria del apoyo ``de mi partido hacia mí, hacia mi gobierno, aun en decisiones que pudieran considerarse impopulares en el corto plazo'', apunta a un hecho básico: en la instrumentación de su proyecto económico requiere del PRI por encima de cualquier apuesta democratizadora. Por ello es insustancial el debate de si la ruptura de los consensos fue una rebelión de los diputados o una concesión presidencial.

No hay que ``buscarle chichis a las culebras''. Lo central es que partido y Estado siguen profundamente imbricados y que no hay voluntad ni convicción en el Ejecutivo para romper esa relación. Ante la disyuntiva de sacrificar los intereses inmediatos para mantener los de largo alcance, la administración de Zedillo apostó por el corto plazo. El régimen de partido de Estado tuvo con las reformas aprobadas gasolina extra, quizás suficiente para terminar de llevar al país al precipicio.