La Jornada 19 de noviembre de 1996

Ugo Pipitone
Hambre

Concluida en Roma la Cumbre de la FAO sobre la alimentación, la tarea consiste ahora en entender las raíces de un problema mundial cuyas soluciones serán cruelmente lentas. El problema se dice rápidamente: uno de cada seis habitantes de este planeta sufre alguna forma de desnutrición crónica. Y la explosión demográfica sigue haciendo estragos. Veamos los números para tener una idea de las dimensiones de problemas y retos. Al comenzar el siglo había en el planeta mil 600 millones de habitantes. A mediados de siglo eramos 2 mil 500 y para el año 2000 seremos 6 mil millones. Dicho de otra manera, durante la primera mitad de este siglo la población creció en 56 por ciento y en la siguiente mitad lo hizo en 140 por ciento, casi tres veces más.

En las últimas décadas la producción de alimentos creció más que la población, en los países más avanzados del mundo y en Asia. Inútil decir que en Asia, vistos los números involucrados, es desde China de donde vienen las noticias más reconfortantes. En el medio está América Latina que incrementa su producción agrícola apenas precariamente en la misma tasa que su población. Y en el otro extremo, los países africanos cuyos alimentos crecen bastante menos que la población.

Estamos frente a dos incógnitas. La primera es: ¿podrá la humanidad, pasando de los 6 mil millones de este fin de siglo a los 12 mil previstos para el año 2050, duplicar también su producción alimentaria? La segunda: ¿será posible en el futuro cercano evitar que se profundicen desequilibrios alimentarios sobre bases regionales? Este último tema es evidentemente central. En efecto, no se trata sólo de aumentar la producción de alimentos a escala mundial, sino de hacer posible que la agricultura registre progresos importantes sobre todo en las regiones de mayor crecimiento de la población. Si no fuera así en las próximas décadas, nos acercaríamos a una situación de crisis alimentarias regionales más frecuentes y destinadas a asumir dimensiones cada vez más graves --dada la escala del problema demográfico involucrado.

Será una casualidad o lo que sea, pero es evidente desde hace décadas que los países que experimentan mayores progresos agrícolas son los mismos que crean formas más exitosos de desarrollo económico de largo plazo. Una agricultura dinámica, si no incide como factor determinante en el desempeño de la economía, incide --y aquí sí de manera determinante-- en la calidad y sostenibilidad en el largo plazo del crecimiento. Una agricultura que multiplica la eficiencia productiva y el bienestar, contribuye a reducir las presiones negativas del desempleo sobre los salarios reales, activa nuevas fuentes de creación de ahorro, refuerza los vínculos entre sectores de la economía, reduce los precios de los productos agrícolas para uso industrial.

¿Por qué entonces no recibe la agricultura en varios países la atención que se merece? Mencionemos dos razones de peso. La primera: por qué los campesinos, en gran parte del mundo, tienen la costumbre de morirse de hambre silenciosamente, o casi. Pocas veces constituyen una urgencia social capaz de justificar acciones gubernamentales fuertes. La segunda: en una edad dominada por la idea que la acción del Estado produce a menudo más daños que beneficios, el alterar el funcionamiento de los mecanismos del mercado (de suelos o productos) parece una blasfemia intolerable.

Pero, cuando resulta tan evidente que los problemas agrícolas de la actualidad no se resolverán solos y que, por eso mismo, fortalecerán en el futuro el peligro de reacciones en cadena de gravedad incalculable, ¿es tolerable, o apenas decente, que los gobiernos sigan firmando (en Roma o adonde sea) compromisos solemnes que en realidad no quieren o no saben como cumplir? El reconocimiento de la impotencia es más honesto que la retórica que lo oculta. Pero, perdón por la banalidad, los gobiernos no gobiernan en virtud de su honestidad.