Olga Harmony
La caja

Al igual que su remoto modelo poeniano, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, esta obra de Hugo Hiriart se puede ver como un relato de aventuras y, ahondando algo, como una metáfora de dudas existenciales. En efecto (y quién sabe que seducción tengan los cuentos marineros para elaborar parábolas de la condición humana: recordemos a Melville y de algún modo a Conrad) la novela de Edgar Allan Poe, confinada a las bibliotecas ``juveniles'', resulta a fin de cuentas una especie de simbólico descenso a la profundidad del espíritu humano, en el que se contienen todas las pesadillas de los relatos de Poe, como son el temor al ser enterrado vivo, a enfermar en lecho extraño y sombrío, horror a la sofocación, a la putrefacción, a quedar atrapado en un laberinto que se derrumba, con su cauda de bestialidad y demencia al decir de Stanley Gest. Un viaje a confines inexplorados es al mismo tiempo un viaje a las profundidades extremas del inconciente, para Poe. Para Hiriart también, de algún modo, y aunque afortunadamente el autor mexicano tiene un humor que en mucho conserva un goce casi pueril por la invención y muchas otras referencias acumuladas de la que no es la menor el cine estadunidense de aventuras.

Hugo Hiriart no hace una parodia del texto de Poe, sino que se basa en el personaje y en algunas situaciones, que subvierte a su manera. Por ejemplo, el barco fantasma que no puede faltar en un relato de este tipo, o el agua ``espesa como goma arábiga'' que en la novela es la de un arroyo y en la obra teatral es la del mismísimo mar. O el canibalismo practicado entre los náufragos, a los que se da muerte por sorteo, que en Poe es tan terrible como puede serlo en la realidad y que aquí se menciona en tono de comedia de humor negro, que no puede menos que recordarnos a En alta mar de Slawomir Mrosek: el dramaturgo es demasiado inteligente para no advertirlo y lo resuelve citando literalmente algún parlamento del autor polaco. También puede ser que la referencia a la Torre de Babel --que incluye una reflexión hacia el viaje en el tiempo-- se dé por las conclusiones finales del texto de Poe, con el cruce de posibles lenguajes de etimologías etíopes, árabes y egipcias en inscripciones encontradas en el remoto Polo Sur.

Hasta aquí las posibles referencias a la novela base, si se exceptúa el extraño impulso que lleva al Pym original hacia la Antártida, como prefigurando un destino y que tiene su réplica en las órdenes que dan las voces de la caja, invención total de Hiriart y que conforman el eje de la obra: la aterradora idea de que podemos no ser dueños de nuestros actos y de que --por las constantes referencias a la reducción y el tamaño minúsculo de los seres de la caja y de los constructores de la torre-- el barquito en que viajan los dos náufragos pueda estar dando vueltas en un inmenso lavabo, a saber de quién. La interrupción de la novela, que nos hace temer un horrible destino para Pym, en la obra teatral se convierte en un final abierto en el que pueden, o no, navegar durante mucho tiempo Pym y Madame Pong (y que a lo mejor son salvados por la minúscula versión del Titanic). Asimismo, el tercer personaje, Dodo, puede o no estar presente. Tampoco sabremos la verdad acerca de la caja: es en esta incertidumbre en donde la obra se aparta del relato de aventuras y nos lleva de prodigio en prodigio a pensar en muchas otras cosas.

El dramaturgo utiliza un lenguaje espléndido, en diálogos muy agudos que nunca pierden su mesura, al igual que los personajes --Madame Pong está en muchas ocasiones al borde del arrebato, pero su recompone y regresa a las buenas maneras-- lo que contrasta muy visiblemente con los peligros que los acechan a cada instante.

Este tono que el dramaturgo y director impone a su montaje hace que las actuaciones resulten deliberadamente externas y estereotipadas. Así, Antonio Castro convierte a Pym en el héroe sabio, fuerte y sereno de las viejas películas de aventuras. Selma Beraud es la afectadísima Madame Pong, en la que adivinamos un larguísimo pasado no siempre diáfano, a pesar de sus aires de gran dama viuda. Alain Kerriou, con ese blanco maquillaje que lo asemeja al fantasma que puede o no ser, cabalga entre el misterioso varón y el indispensable cómico del género cinematográfico. Todos ellos en un estrecho barquito que tiene pintado el irónico nombre de Omnia vulnerat.

La nueva invención escénica de Hugo Hiriart cuenta con la escenografía de Alejandro Luna y Jorge Ballina: un barco colocado en una voladora, que lo hace mecerse, subir y bajar por el escenario, con proyecciones al fondo que lo mismo son de un mapa de la bóveda celeste que del trozo de una extraña máquina, y con la iluminación que a veces se pierde en la negrura, o es de un blanco reluciente o presenta el carmesí de la narración poeniana. Cuenta también con el excelente vestuario de Carlos Roces y la muy buena música original de Eduardo Gamboa, en esta nueva producción de la UAM que avala el prestigio que ya tiene. Quizá se pueda reprochar a su Departamento de Difusión el poco cuidado que tiene, en la actualidad, de hacer llegar las invitaciones a tiempo y en buena forma.