La Jornada 21 de noviembre de 1996

Rodolfo F. Peña
Consenso descalabrado

Como era de esperarse, los senadores de la mayoría aprobaron el martes pasado el proyecto mutilado y retorcido de la ley electoral que les fuera enviado por los colegisladores. Y ya no hay, en lógica, la posibilidad de que el Ejecutivo Federal ejerza su derecho de veto, para lo cual habría dispuesto de diez días útiles, pues el propio presidente Zedillo, al clausurar la Convención Nacional de Industriales de la Canacintra, exaltó ``la coherencia entre la reforma constitucional y las reformas a esa ley'', lo que significa que no hará observaciones y que procederá a su promulgación inmediata. En cuanto a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pese a los aires de autonomía que según se dice circulan por sus pasillos, parecería una desmesura que considerara la inconstitucionalidad de la controvertida legislación.

A lo largo de muchos meses, hasta llegar a los llamados Acuerdos de Bucareli y a las sesiones del Congreso en que se aprobó la reforma de 18 artículos constitucionales, las virtudes del consenso fueron ruidosamente glorificadas por todo mundo. De pronto, ya no es el consenso lo que importa, sino la gobernabilidad. Así que consenso y gobernabilidad se plantean como conceptos excluyentes: en determinado momento, hubo que elegir entre gobernabilidad y consenso, y se optó por la primera.

Con el consenso, en palabras de sus devotos promotores, se buscaban reglas más equitativas para una competencia electoral transparente, se buscaba la plena normalidad democrática para aliviar los descontentos y crispaciones que han sido como cosa de destino después de los comicios; no era, por consiguiente, un consenso circunstancial, sobre cuestiones particulares, sino sobre puntos de interés general tan importantes como las relaciones de los poderes entre sí y con los partidos políticos. Se supone que los partidos políticos nacionales representan las opiniones e intereses de anchas franjas sociales, y cuando sus dirigentes se reúnen para deliberar y alcanzar acuerdos, principalmente sobre el desarrollo de la vida política, debemos entender que esos acuerdos importan a toda la sociedad o a una buena parte de ella.

Muchas voces autorizadas sostenían que la normatividad del Cofipe, tal como estaba, era buena, sólo que debía ser perfeccionada en el marco de una reforma electoral definitiva, tal como la ofrecida por el Presidente desde su toma de posesión y que dio sustancia a los esfuerzos consensuales. Seguramente era así; tanto, que en las recientes elecciones en Guerrero, y luego en Coahuila, Hidalgo y el estado de México, los sufragios permitieron avanzar a la oposición sin muchos traumas. Pero el trauma mayúsculo fue para el partido tendencialmente perdedor y sus grupos más silvestres, que se interrogaron angustiosamente sobre su destino en la perspectiva de una ley que recogiera todos los compromisos ya consensados. Y se retractaron sin vacilación y sin escrúpulos de conciencia y modificaron considerablemente la iniciativa presidencial. Y lo que tendremos no es ninguna reforma electoral definitiva, sino una reforma electoral defensiva.

Una de sus justificaciones consiste en observar que ya se habían hecho demasiadas concesiones a la oposición. De manera que el poder (los cargos de elección y aun los administrativos) es propiedad vitalicia de un solo partido, mismo que tiene a bien concesionarlo a la oposición cuando así le conviene. De manera que no son los votantes quienes eligen a sus gobernantes y les confieren legitimidad mediante los mecanismos electorales, sino la voluntad omnipotente del grupo en el poder. Con tan original idea del poder y su reparto, carecen de sentido el sistema de partidos, la estructura legislativa de las elecciones, cualquiera que sea, y los órganos que de ésta deriven, así como los mismos comicios. Si los cargos públicos son propiedad del partido que los defiende, una ley de reforma electoral equivaldría a una ley de desamortización de los bienes del PRI.

Y lo que está propiciándose con el fiasco no es de ningún modo, como se quiere, la gobernabilidad, a la que habría favorecido un consenso como el que se dio cuando las reformas constitucionales, sino precisamente su contrario. Como las oscuras golondrinas, volverán las trampas, las campañas millonarias y la impotencia en el gobierno, los conflictos poselectorales, el fuego cruzado de diatribas, la desconfianza, el primitivismo...Esto vamos a financiarlo los mexicanos con 2 mil 200 millones de pesos. Pero el costo será todavía más alto.