Adolfo Sánchez Rebolledo
El dinero y la reforma
Luego de aturdirnos durante meses con el ``consenso'' como fórmula salvadora para todos nuestros males, ahora descubrimos que la democracia bien entendida se funda en el principio de mayoría, su regla de oro. Hay un orgullo parroquial en este virtual triunfo de la mediocridad que teme a los compromisos y reduce los acuerdos a un parloteo sin sentido.
Un error fue, sin duda, llamar ``definitiva'' a una reforma que, en el mejor de los casos, podía (y como se vio después) también debía reflejar la relación de fuerzas que verdaderamente existen en el país. Cualquier reforma es una cristalización de las aspiraciones presentes con vistas al futuro, pero también es un compromiso entre actores que tienen diversas apreciaciones de la situación. La voluntad política puede hacer que las diferencias pierdan intensidad pero no tiene la capacidad de esfumar del escenario los intereses reales que definen a los partidos. La falta de acuerdo da, justamente, la medida de la distancia que separa unas posiciones de otras.
Desde ese ángulo, la reforma aprobada a retazos la semana pasada representa un indiscutible avance en numerosas materias que estaban en litigio, es un paso adelante en la búsqueda de la normalidad democrática. Tiene razón el Presidente en exigir que no se subestimen los avances conseguidos mediante el acuerdo de todos los partidos, como si el deplorable fracaso de última hora anulara los efectos positivos de los demás puntos en los que sí se manifestaron los famosos ``consensos''.
Pero esa misma objetividad es necesaria para tratar de entender, más allá del capricho vengativo de algunos diputados priístas, por qué la negociación terminó en grave fracaso político, no obstante la ``visión de Estado'' que desde siempre (y no solamente en la recta final) debió presidirla. La discusión sobre el financiamiento de los partidos tiene, en efecto, muchas aristas sin limar. Una de ellas se refiere a la transparencia; otra a la equidad. Con toda justicia, la oposición exige en este punto completa certidumbre. El problema hasta ahora (y subrayo: hasta ahora) no está en los dineros que recibe la oposición sino en el que se gasta a manos llenas el partido oficial. Por eso la cuestión de los montos era y es inseparable del tema de la transparencia pero también de la equidad. Pienso que el Presidente acierta cuando sale al paso de quienes creen que partidos miserables (con recursos públicos o privados) son por ello más democráticos, pero se equivoca al suponer que un generoso financiamiento público es suficiente para evitar la tentación del dinero ilegal. No es así, por desgracia en otras democracias más desarrolladas y maduras. Y ni siquiera es ése el problema actual en México (y si el gobierno tiene otros elementos de juicio debería darlos a conocer).
La ingenuidad de la oposición, por su parte --que dicho sea de paso recibirá un financiamiento muy superior al que había solicitado--, estriba en creer que podía cerrar las llaves del financiamiento por decreto para ahogar al PRI en la penuria electoral o en la ilegalidad. Zedillo ha sido claro al asumir en este punto una visión ``de Estado'' que significa ni más ni menos que reconocer tácitamente la necesidad de abrir una válvula de escape a la presión ejercida por la misma reforma sobre la gobernabilidad, cuestión que se olvida. Lo fundamental en esa perspectiva no es por supuesto definir cuánto recibirá la oposición sino asegurarle al PRI un financiamiento ``suficiente'' para afrontar los próximos comicios, aunque para ello deba garantizar que los otros partidos también reciban una cuota sustantivamente mayor, a cambio de que el PRI ofrezca por primera vez en su historia un ejercicio transparente de los recursos recibidos. Pero esta propuesta, que es el compromiso implícito del Presidente, sólo podría legitimarse más adelante si el gobierno en efecto clausura el drenaje de recursos hacia las campañas de los candidatos oficialistas que es, en el fondo, el corazón del debate sobre el financiamiento y la prueba de fuego para la reforma democrática. Ninguna retórica es bastante para cambiar un hecho duro de nuestra realidad política: los intereses del PRI están tan indisolublemente ligados al aparato del Estado que en verdad es imposible guardar una ``sana distancia'' entre ellos sin crear un verdadero conflicto contra la estabilidad general del país. No creo que a nadie convenga olvidar esta cuestión. Ese es el punto que todavía justifica que algunos sigamos hablando de la ``transición'' a la democracia, de la urgencia de establecer compromisos, consensos, antes de aplicar rutinariamente el expediente del principio de mayoría que tanto satisface al gobierno como a la oposición.