Emilio Krieger
El desmantelamiento bancario

(Primera de dos partes)

1. Ante la evidente irregularidad, plena y unánimemente reconocida, de los bárbaros decretos salinistas para transformar las instituciones de crédito de entes públicos en sociedades privadas mercantiles -- falla monstruosa que provino de haber expedido esos decretos fuera del plazo concedido expresamente por el Congreso Federal--, los banqueros pusieron a trabajar sus descollantes cerebros y los de los abogados a su servicio, para encontrar algún ardid o subterfugio, alguna argucia tan propia de leguleyos, que les permitiera limpiar la nulidad absoluta que ensuciaba jurídicamente su vida y sus funciones.

2. Descalificada la legalidad o regularidad legal de los decretos salinistas extemporáneos, los banqueros y sus sirvientes jurídicos recurrieron a dos argumentos, a cual más falaces: el primero consistía en que aunque resultaba comprobada la extemporaneidad de los decretos presidenciales expedidos después del vencimiento del plazo de 360 días fijado con toda precisión en el artículo séptimo transitorio de la Ley de Instituciones de Crédito publicada en el Diario Oficial (18/07/90), esa aceptada extemporaneidad no traía como consecuencia ninguna irregularidad jurídica que afectara la existencia y el funcionamiento válidos de las instituciones transformadas, en virtud de esos decretos, ya que las mismas existían antes de los referidos decretos extemporáneos y continuaron existiendo después de ellos.

A este respecto es necesario tener presente que una función pública sólo puede ser ejercitada legítimamente durante el término por el cual se concede y que su ejercicio anterior o posterior, determina la irregularidad de los actos extemporáneos y, consecuentemente, la invalidez jurídica de sus efectos y que cuando, como en el caso, en el ejercicio está involucrado el interés público, tal nulidad tiene el carácter de absoluta.

Es conveniente recordar que conforme a la ley salinista antes mencionada, que entró en vigor el 19 de julio de 1990, a partir de esta fecha sólo las sociedades mercantiles con forma de anónima, podían operar como instituciones de banca múltiple y sólo ellas podían obtener autorización para operar como tales (artículos 9o y 10o de la Ley).

Si el Congreso otorgó, con carácter transitorio y en forma excepcional, un plazo de regulación de 360 días, salta a la vista que tal plazo tenía carácter excepcional y que el Presidente, con evidente transgresión de la norma de nivel legislativo, no podía expedir decretos que a posteriori trataban de regularizar una situación claramente opuesta a lo establecido por los artículos 9o y 10o y 7o transitorios de la Ley de Instituciones de Crédito.

Ante ese claro desplome de la regularidad de la existencia legal y el funcionamiento de las instituciones que no fueron transformadas dentro del plazo excepcional fijado por el Congreso, los banqueros en peligro, además de argüir su trascendencia económica como verdad incontrastable, encontraron, seguramente con ayuda de sus lacayos jurídicos, otro argumento: que como el presidente está facultado, sin plazo, para ejercitar la facultad reglamentaria prevista en la fracción I del artículo 89 Constitucional, no estaba restringido temporalmente al plazo de 360 días que le fijó el Congreso.

3. De esa manera, según nuestros mercaderes del dinero y sus consejeros legales, el ejercicio de la facultad reglamentaria limpiaba los decretos presidenciales extemporáneos y sus efectos de toda mancha de irregularidades o de invalidez.

Ocurre que los señores banqueros, al postular tan ``salvadora'' tesis, pasaron por alto la naturaleza, funciones y efectos de la facultad reglamentaria que el artículo 89, fracción I, concede al Presidente y han pretendido hacer pasar por ejercicio de la facultad reglamentaria presidencial algo muy distinto que es el ejercicio, limitado temporalmente, de facultades extraordinarias que el Congreso, en periodos excepcionales, puede otorgar el presidente en los términos del actual artículo 49 de nuestra Carta Magna.

4. La facultad reglamentaria que concede la fracción I del mencionado precepto constitucional es una de las muchas potestades que dicho precepto otorga al Presidente de la República ``para ejecutar las leyes que expida el Congreso de la Nación, proveyendo en la esfera administrativa a su exacta observancia''.

La facultad reglamentaria presidencial se ejercita mediante la expedición de normas generales, de nivel secundario, que no pueden contener disposiciones contrarias ni a los textos constitucionales, ni a las normas legales expedidas por el Congreso, pues tal contradicción haría inválidas las normas reglamentarias, cuyo objetivo es precisamente hacer posible o facilitar el cumplimiento de las normas constitucionales y las de rango legal ordinario.