Jorge Legorreta
Los constructores de la ciudad

La gran ciudad, aquella imaginada por los efímeros Tratados de Libre Comercio, se esfumó. Los glamurosos proyectos salinistas, y sus millonarias cifras sobre los metros cuadrados a construir, se quedaron en el camino. Los inversionistas extranjeros, tan ansiados por el régimen, no llegaron a salvarnos. Los grandes rascacielos en el Paseo de la Reforma no pasaron de ser planos y maquetas. Los 350 mil metros cuadrados del Proyecto Alameda, promovido por el consorcio inmobiliario Reichman, se redujeron a la promesa de sólo 90 mil. Expresiones de la crisis inmobiliaria son la media ocupación de los espacios en los posmodernos edificios como el World Trade Center, los de Santa Fe y otros ubicados sobre Insurgentes, Reforma y Polanco. ``Se renta todo o en partes o se vende'' son los anuncios que aparecen por doquier. Efectivamente, la ciudad también se vende o, de perdida, se renta.

En medio de la crisis, el sector inmobiliario nos anuncia ahora un breve repunte económico. El inicio parece ser la canalización de la inversión pública para edificar 50 mil viviendas. No es algo nuevo; no es la primera vez que la inversión pública pretende salvar o por lo menos mantener a flote a la industria de la construcción. Ahora no se hará, como se intentó desde 1988, construyendo lujosos espacios para oficinas corporativas trasnacionales, pues esa demanda ya no existe. Ahora los dineros públicos serán destinados para construir otra parte de la ciudad: sus viviendas; aunque sólo para aquellos que pueden pagarlas. Todo, pues, en aras de reactivar a nuestra industria de la construcción, uno de los pilares de la economía de la ciudad. Se cambia de rumbo pero no de condiciones para mantener las ganancias y las rentabilidaes inmobiliarias.

La edificación de la ciudad, es cierto, se hace con las inversiones y los financiamientos bancarios. Pero sus verdaderos constructores no son sus promotores inmobiliarios sino los albañiles y toda la fuerza de trabajo en la cual se sustenta la rentabilidad de la industria de la construcción; esas masas de campesinos expulsados del campo que llegan a la ciudad para convertirse en los trabajadores de los modernos espacios urbanos. Esos miles de peones y albañiles condenados a medio vivir en condiciones insalubres, a medio comer en las obras y a medio dormir. La razón es muy sencilla: ganan 30 pesos diarios.

En 1989, un alto ejecutivo de la comunicación aseguró que los mexicanos podíamos vivir con 10 pesos de aquel entonces; los 30 de hoy. Tenía razón: los que construyen la ciudad vivien ahora con 210 pesos semanarios. Entran a la obra a las ocho de la mañana y salen a las seis de la tarde; a algunos les alcanza para transportarse a su casa, si la tienen, pagando diez pesos diarios o 60 a la semana. Otros, por eso, duermen en las mismas obras. Por supuesto que al medio día no recurren a las comidas corridas de 11 pesos; compran entre muchos un kilo de tortillas, una cocacola, una lata de sardinas y algunos jitomates. Otros prefieren preparar sus alimentos en las pulquerías más cercanas, refugios del México rural. Ahí, con un litro de pulque como alimento, tienen la estufita y el insustituible molcajete con la salsa. Esa es la función social que cumplen las pulquerías: ser espacios de reproducción de los constructores de la ciudad.

¿Cuánto les queda para alimentar a la familia y los hijos? Seguramente 15 pesos al día, lo que gasta un alto funcionario en lavar su auto o bolear sus zapatos. No preguntemos más sobre cómo pagan la atención médica o los costos para mandar a sus hijos a la escuela; probablemente si les queda, con los cuatro o cinco pesos restantes. Ni hablar de los accidentes o despidos, siempre engatusados por las compañías constructoras con la venia de las autoridades del trabajo.

Sobre éstas condiciones de explotación se cimenta la industria de la construcción. Sobre estos trabajadores y sus ínfimos ingresos se fundamentará el repunte económico. Beneficios y ganancias para unos cuantos, pero precaridad y pobreza para muchos, para aquella mano de obra que nos alimenta el campo; para los verdaderos constructores de la ciudad, marginados, olvidados y discriminados por todos.