D.H. Lawrence dijo alguna vez que razonar por analogía es como tomar consomé con un cuchillo: es sucio y poco nutritivo; sin embargo, es difícil resistir a la tentación. Un sistema de Partido-Estado, una partocracia, cuando llega a su perfección, como fue el caso en la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), entre 1929 y 1938, deja de ser reformable. Precisamente porque es lo perfecto, no admite reformas o destruye a los que pretenden reformarlo o sus reformadores lo destruyen, aun cuando su sincera intención sea reformar para conservar, para mantener el sistema, cambiar para que todo siga igual.
Esa fue la tragicomedia de la URSS en tiempos de Nikita; ésa fue la comedia trágica de Gorby entre 1986 y 1991. Primero el deshielo, después la perestroika (reacomodo, reforma). Tanto Nikita como Gorby se toparon con la resistencia terca de su partido (El partido), y de las fuerzas, oscuras o no, que se encontraban detrás. Ambos denunciaron a sus duros, a sus dinosaurios, a las ``mafias'' y a los ``caciques''.
Nikita perdió su plaza una vez que se encontraba de vacaciones, Gorbachov también; pero antes de caer víctima del golpe organizado por los suyos, por su gobierno, por su partido, en agosto de 1991, había tenido que sufrir varias embestidas: cada una coincidió con uno de sus viajes al extranjero. Las malas lenguas dicen que jugaba doble, que se iba para dejar hacer, para conservar su fama de reformador (al exterior) y dejar a los duros sacarle las castañas del fuego.
Fue sincero. Mil veces repitió: ``fui, soy y seré siempre leal a nuestros ideales revolucionarios''; varias veces, cada vez que su Partido le jugaba (aparentemente) una, protestó que estaba muy agradecido por el apoyo que le daba el Partido, incluso después del putsch fracasado, cuando regresó de la playa dijo una última vez que se había salvado la libertad y la democracia gracias al apoyo extraordinario que le había otorgado el Partido a la hora suprema. Boris Yeltsin le calló la boca, y el pobre Misha aceptó entonces, bastante tarde, la disolución del Partido Comunista.
Ni Gorby ni el Partido, entre 1985 y 1991, jamás aceptaron la idea de que podían perder el poder. Las reformas, la perestroika, la democratización de 1989-1990 tenían sólo por meta la actualización del sistema para que resistiera otros 70 años. Cuando a fines de 1990, se vio que el éxito no estaba garantizado, Gorby se fue a la derecha para encontrarse, ocho meses después, en la compañía comprometedora de los golpistas de agosto.
Después de diciembre de 1990, después de la renuncia de su canciller reformista Shevardnadze, quien denunció el golpe por venir, Gorby afirmó que ya no habría una reforma más, que la perestroika se había completado y que había que digerirla, nada más. Unas semanas después, la sangre correría en los países bálticos. Felizmente no fue mucha y en agosto el golpe no pasó de ser una intentona que se esfumó en cuestión de horas.
Se acabó el Partido-Estado milagrosamente, sin efusión de sangre. No fue una catástrofe, sino una forma especial, tensa, incómoda, no muy económica (a diferencia de España) de transición. Al final cayó el sistema por su propio peso. Los partócratas se metieron abiertamente a los negocios, que ya hacían pero en secreto, y muchos se convirtieron en exitosos tiburones capitalistas; otros siguieron en la política y descubrieron que hasta podían ganar las elecciones en forma democrática, sin trampas ni apoyo del Estado, ¡desde la oposición! Ahí están los viejos comunistas presidiendo el Senado y la Cámara de Diputados, ganando alcaldías y provincias.
Hegel hubiera invocado, con toda razón, la ``trampa (astucia) de la razón''. La razón histórica bien podría manifestarse en México. No estaría mal.