Si hace unas semanas podía decirse que la reforma en materia electoral estaba siendo hecha por los partidos políticos para los propios partidos, después del discurso del titular del Ejecutivo ante los industriales de la Canacintra y del mensaje del secretario de Gobernación en el 86 aniversario de la Revolución Mexicana, se tiene que afirmar que se trató de otra reforma electoral hecha por el gobierno para su partido.
En la historia de las reformas electorales no es una novedad que el gobierno aproveche las pretensiones democratizadoras de la oposición para ajustar la legislación a la medida de las necesidades del PRI; más bien lo que ahora resulta extraordinario es que los partidos de oposición hayan depositado en el gobierno, y en especial en el Presidente de la República, sus esperanzas de democracia, o por lo menos la expectativa de un sistema electoral equitativo.
Las razones por las que finalmente el PRI y el gobierno optaron por decidir directamente los términos en que se aprobarían las reformas y nuevas leyes en materia electoral, se expusieron de diferentes maneras: desde la abierta defensa de un diputado federal que aboga por los principios elementales de la conservación del poder, reconociendo que el PRI no está dispuesto a ``entregar posiciones sin condiciones'' ni a ``dejar el poder en la mesa'' de negociación (Proceso, núm 1046), hasta la consideración presidencial de que ``debe prevalecer la visión de Estado por encima de la óptica necesariamente parcial de cada partido político'' (La Jornada, 19/11/96).
Con el mensaje del aniversario del inicio de la Revolución, el secretario de Gobernación buscó para la reforma electoral una legitimidad que el PRI no logró ni con la legalidad del procedimiento en las Cámaras de Diputados y de Senadores, ni con su indiscutible mayoría haciendo uso de lo que llamaron ``regla de oro de la democracia''. Aunque tiene el mismo sentido partidario e intención política que el discurso presidencial, en el texto de Chuayffet hay un asomo de rectificación de las declaraciones de Zedillo a través de un excesivo juego de conceptos, de un abuso de la retórica con el que sólo en las palabras se pueden hacer idénticas, circunstancias históricas contrarias. Por un lado se trata de hacer creer que el consenso no fue sustituido por una decisión mayoritaria simple, y por el otro se asocian a la democracia aspiraciones sociales y atributos nacionales que no se desprenden de la realidad mexicana. La justificación más elaborada del desenlace de la reforma electoral se concentra en esa ``obra maestra del programa de la Revolución'' mediante la cual los miles de millones de pesos que se asignó el PRI para sus gastos de campaña son, en interpretación gubernamental, una inversión para impulsar la democracia; e invertir en la democracia es invertir en la justicia social, en la soberanía nacional y en la autodeterminación del pueblo mexicano.
Al PRI y al gobierno se les puede reclamar el incumplimiento de su palabra y la traición a los cambios prometidos, pero no se les puede reprochar que en la reforma electoral hayan sido coherentes con su único interés político: conservar el poder. A los partidos de oposición, en cambio, sí se les puede reprochar que no hayan aprendido las lecciones de reformas anteriores, que no hayan asumido su papel de oposición, que no hayan representado ni defendido a las partes de la sociedad que se identifican con ellos.
El problema empezó a gestarse cuando los dirigentes de los partidos de oposición aceptaron negociar una reforma a puerta cerrada con el gobierno, sin que nadie, ni siquiera los militantes de los partidos representados supieran qué se ofrecía, cómo se negociaba, hacia dónde se iba. Cuando, una vez aprobadas las reformas constitucionales ``por consenso'', el PRI advirtió que solo podía sacar adelante las reformas legales sin respetar acuerdos previos, los partidos políticos, en su papel de oposición, debieron haber acudido a la sociedad, a buscar el apoyo de esa parte de la población que ha estado exigiendo cambios democráticos. Pero en ese momento crítico no se intentó recurrir a la presión social; quizá los dirigentes partidarios no se acordaron del resto de la población porque a lo largo de más de veinte meses de propuestas, discusiones y negociaciones con el gobierno, no habían tomado en cuenta para nada a la sociedad.
Hasta el último momento, ignorando su papel de oposición y olvidando la separación de poderes, se recurrió, antes que a la población, al Presidente de la República en busca de una rectificación de las decisiones del PRI o, en última instancia, de un veto que impidiera la consumación de esa reforma que, sin saberlo la oposición, desde el mismo poder Ejecutivo se estaba considerando como ``la más trascendente y profunda reforma electoral de la historia de México'' (La Jornada, 21/11/96). El proceso de reforma electoral tiene algunos costos políticos para el PRI y el gobierno pero, sin duda también los tiene para los partidos de oposición.