En la Organización de las Naciones Unidas, como en la novela 1984 de George Orwell, todos son iguales pero hay quien es más igual que los demás. Tal es el caso, en primer lugar, de los miembros natos del Consejo de Seguridad, que tienen derecho de veto sobre las resoluciones de la Asamblea General y, en particular, el de Estados Unidos, que desde hace rato tiene y ejercita ese derecho incluso sobre los otros miembros del Consejo, sin buscar consenso alguno. Ya en la época del presidente Reagan, la representante de éste ante la ONU declaró que su país actuaría unilateralmente cada vez que lo juzgase necesario. Era éste el corolario lógico de la convicción de que lo que es bueno para Washington, lo es para la humanidad entera y de que, por definición, el Departamento de Estado es el garante del destino del planeta, le guste o no al resto de la humanidad.
La organización creada después de la guerra victoriosa contra el nazifascismo para mediar en los conflictos de un mundo complejo y crear las bases para una vida internacional basada en la legalidad y en la justicia, había comenzado ya a perder su independencia con la guerra fría y, paradójicamente, con el fin de ésta y del ``equilibrio del terror'' entró en colapso frente al triunfo de la mundialización y a la victoria del ``pensamiento único'' neoliberal.
La hegemonía militar e ideológica de Estados Unidos quitó su razón de ser al multilateralismo y Washington encontró más conveniente imponer una política de hechos consumados o recurrir a las relaciones bilaterales con Estados mucho más débiles, sin pasar por el filtro molesto de la Organización de Naciones Unidas.
De ahí la crisis financiera de ésta y de todas sus organizaciones (desde la FAO hasta la Unesco) ante la negativa de Estados Unidos a sufragar su parte de gastos para llevar a cabo una política que no controla sino indirectamente.
De ahí igualmente el intento del Departamento de Estado de imponer en la ONU una dirección y una política absolutamente alineadas con los intereses estadunidenses.
Sería interminable hacer la lista de las decisiones unilaterales estadunidenses en el campo internacional: ellas van desde el desconocimiento de la Corte de La Haya, en el caso de la agresión a Nicaragua, hasta la negativa a votar las resoluciones de la Conferencia Cumbre sobre el Medio Ambiente de Río de Janeiro sobre la protección de la biodiversidad, pasando por el rechazo a hacer figurar, incluso verbalmente, el derecho a la alimentación como derecho humano en la reciente Cumbre sobre la Alimentación, de la FAO, e incluso por la amenaza contra la existencia misma de la Organización Mundial de Comercio (OMC) por aceptar la protesta unánime contra la ley Helms-Burton.
El caso del veto de Estados Unidos a la posible reelección del egipcio Boutros Boutros Ghali, que es candidato de todo el resto del Consejo de Seguridad y candidato unánime de los países africanos, es ahora la última manifestación de esta prepotencia, que plantea la necesidad urgente de democratizar la ONU.
Independientemente de los defectos de la gestión del actual secretario general del organismo, lo que está en juego es la idea misma de reglas internacionales y de la igualdad formal de los Estados e, incluso, el respeto a la existencia misma de éstos.
¿Se quiere acaso acabar con la independencia de la Organización de Naciones Unidas e instaurar abiertamente la ley del más fuerte mientras se sigue hablando de defender la democracia?
¿Debe imperar a escala internacional la ley de la jungla de modo que la ONU acabe del triste modo de su predecesora, la Sociedad de las Naciones